Crónica política
La multitud en la calle

En La Plata. El número de manifestantes en la capital de la provincia de Buenos Aires se duplicó en la última protesta a causa de los efectos de la reciente inundación. Foto: DYN
Rogelio Alaniz
A veces es necesario decir lo obvio: la protesta del 18A fue contra el gobierno. Las multitudes no salieron a la calle a protestar contra la oposición sino contra un régimen político que muy bien merece calificarse de “falaz y descreído”. La aclaración es pertinente porque según las versiones de algunos voceros del oficialismo todo esto ocurre porque la oposición no cumple con su tarea de representar a los opositores. Y no es así. La gente sale a la calle porque se siente ultrajada por un gobierno ensimismado en su soberbia y en sus vicios. Sale a la calle no porque no haya oposición sino porque el régimen no la escucha. Sale a la calle con cánticos, cacerolas y consignas para que el estruendo le informe al gobierno sobre lo que está pasando con el pueblo que dice representar y al que, con sus desplantes y prepotencia, humilla todos los días.
La reacción del gobierno a las manifestaciones populares oscila entre el cinismo y la hipocresía, va desde el ninguneo a mirar para otro lado y hacerse el distraído. Según quien sea el vocero oficial, lo que está en la calle puede ser la derecha, la detestable clase media, los golpistas, los engañados por Magnetto y, en el mejor de los casos, gente bien intencionada pero confundida.
Ni por asomo se les ocurre preguntarse si estas manifestaciones masivas son portadoras de alguna mínima cuota de verdad. En ocho meses cientos de miles de personas salieron a la calle. Fue una movilización masiva e inédita. Masiva, porque alcanza con mirar las fotos o haber estado allí para tener una idea aproximada de lo que es una multitud en marcha; inédita, porque no hay antecedentes en la Argentina de movilizaciones pacíficas de esta magnitud.
En un país de amplias clases medias lo que predominó en la calle, como no podía ser de otra manera, fueron esas clases medias, esas vituperables clases medias golpeadas por los sucesivos ajustes, la persistente corrupción de los poderosos, la voracidad fiscal y que, les guste o no a los populistas, siguen expresando lo mejor de la sociedad argentina, sus afanes más nobles de integración y movilidad social ascendente, sus reservas democráticas más genuinas.
¿Son de derecha? Si así fuera no estaría mal prestar atención al fenómeno, sobre todo para quienes identifican con cierta ligereza a la derecha con el demonio. De todos modos, sería prudente advertirle a quienes con tanto entusiasmo descalifican a los manifestantes por pertenecer a una detestable condición ideológica, que si las multitudes en la calle son de derecha, implícitamente están queriendo decir que existe otro lugar en la política nacional que estaría representado por la izquierda o la causa nacional y popular. ¿Es así? Sólo en las delirantes fantasías de algunos voceros del oficialismo puede tener lugar esa composición de lugar.
Aunque a los voceros nac&pop les fastidie, hay que decir que a ese pueblo que dicen representar es muy difícil imaginarlo como entidad política real. En principio, el oficialismo pareciera invocar la representación de una clase obrera y trabajadora que no existe y si existe está representada por dirigentes como Moyano, Micheli o Barrionuevo, ubicados en la vereda de enfrente del oficialismo. Les guste o no, los Kirchner y a la claque que los acompaña, deberán admitir que, como le gustaba decir a sus ideólogos de la izquierda nacional, el pueblo real de carne y hueso no es el que figura en sus libros y sus consignas, sino el que hoy está en la calle, y le ha ganado la calle a un gobierno que alentaba la fantasía de organizar un simulacro de 17 de octubre cada vez que se lo proponía.
Pues bien, a esa causa la han perdido, la calle no es de ellos, hace rato que dejó de serlo y a un gobierno que juega con el mito de lo popular ese dato de la realidad debería preocuparlo en serio porque contradice y, de alguna manera demuele sin misericordia, todos los mitos e imaginarios con que legitima su identidad.
En el siglo XXI sólo el anacronismo más cerril puede insistir con la letanía del pueblo enfrentado a las clases medias o idealizar a una clase obrera que ha sufrido profundas modificaciones internas y que por diferentes motivos ya no es portadora del mito de la redención social.
No es que los pobres no existan, pero esa existencia está mediatizada por otros fenómenos que nada tienen que ver con aquella imagen idílica de un pueblo robusto y faústico saliendo a la calle y reclamando consignas justicieras. Pues bien, lo siento mucho, pero para bien o para mal ese pueblo no existe. O existe, pero en otras condiciones, como masas de oprimidos y explotados que mantienen con el poder político una resignada relación utilitaria: toman lo que les dan, sobrellevan sus carencias de la mejor manera posible, y hasta el momento está visto que la única pasión genuina que los moviliza es el fútbol.
El kirchnerismo al único sector social que sensibiliza en serio es a los nostálgicos de los setenta, a los Verbitsky y los González que suponen que la vida les ha dado la oportunidad de resucitar una gesta perdida. Después, la mística alcanza a ciertas franjas juveniles que confunden a Kirchner con el Eternauta, o con el jefe de alguna banda rockera, sin que dejen de estar presentes los que aprovechan las circunstancias para hacerse multimillonarios.
De todos modos, seria deseable que aquellos que en nombre de las buenas causas apoyan a este gobierno, se saquen la venda o el velo ideológico que cubre sus ojos y contemplen el verdadero rostro de este gobierno, un rostro cuyas manifestaciones más visibles superponen los rasgos de Báez, Ulloa y López con los de Boudou y Fariña. Sería deseable, insisto, que esta militancia nac&pop -que en nombre de la buena fe cree en la redención del pueblo- dedique sus energías a causas más nobles que defender a un régimen que además de “falaz y descreído” es venal, autoritario y tramposo.
Hace cuarenta años los jóvenes peronistas de entonces jugaron sus vidas en nombre de una causa que tenía un jefe y un conductor que les hablaba de la guerra popular, del Che Guevara y les decía que, de ser necesario, él también tomaría las armas para liberar al pueblo. Que el viejo líder apostaba con los naipes marcados era escandalosamente evidente, pero los muchachos no lo quisieron ver hasta el día que descubrieron que el jefe guerrillero era en realidad el jefe de las Tres A y que sus armas no apuntaban contra el pecho de los oligarcas sino contra ellos.
A ese desencanto, a ese fabuloso fraude político todavía no lo han podido digerir aun cuando ya han pasado cuatro décadas.
Sin embargo, y cuando aún no terminaron de contar los muertos, vuelven a tropezar con la misma piedra, vuelven a comerse el mismo amague. Ayer era la fantasía del “Luche y vuelve” como camino para la guerra popular y la patria socialista; hoy, la causa es más modesta, los líderes son más deplorables, pero la alienación se mantiene intacta. ¿Necesitan otro Ezeiza, otras Tres A, otro Brujo, para darse cuenta del engaño? ¿no les alcanza con prestar atención a lo que se mueve a su alrededor para advertir que una vez más los están estafando o -lo que es lo mismo- se están dejando estafar? ¿no es suficiente el testimonio del pueblo en las calles? ¿qué sociedad justa se puede hacer con Boudou, Fernández, De Vido? ¿de qué Justicia se puede hablar cuando el modelo es Oyarbide? ¿de qué libertad de prensa hablamos cuando los beneficiaros se llaman Spolski o Cristóbal López? ¿en qué proyecto antioligárquico e igualitario pensamos cuando el país está gobernado por una claque de multimillonarios dirigida por una señora multimillonaria que solo gracias a la habilidad leguleya de Oyarbide pudo eludir la causa por enriquecimiento ilícito en la que ella y su marido estaban involucrados?
La reacción del gobierno a las manifestaciones populares oscila entre el cinismo y la hipocresía, va desde el ninguneo a mirar para otro lado y hacerse el distraído.