Esa edad a la que todos quieren llegar y que todos deploran

“Las tres edades del hombre”, de Giorgione. Foto: Internet
Por Enrique Butti
En su “Tratado sobre la vejez”, Cicerón hace hablar a Catón el Censor, un anciano modelo, quien analiza los problemas que implica esa edad que todos desean alcanzar y a la que todos los que llegan le hacen reproches. “Los insensatos hacen recaer sus propios vicios y su propia culpa sobre la vejez”, sentencia Catón, y analiza las cuatro razones por las cuales se menosprecia a esa edad: 1) porque la vejez impediría la plena actividad (aunque “los viejos no hacen lo que los jóvenes, (pero) pueden hacer cosas mayores y mejores”); 2) porque vuelve al cuerpo más débil (la prudencia se impone para dedicar otras fuerzas a otras labores, considerando además que muchas pérdidas se deben más a “los vicios de la juventud que a la vejez”); 3) porque sobreviene la privación de algunos placeres (es claro que se impone la moderación, pero “¡qué admirable don de la edad, si en verdad nos quita aquéllo que es lo más pernicioso de la juventud!”) y 4) porque la muerte se figura más cercana (pero la muerte siempre está ahí; también junto al niño y al joven, por eso es necesario contar con un espíritu sereno, una buena filosofía de vida y considerar la probabilidad -o la certeza, o la fe- acerca de una inmortalidad).
El antropólogo Marc Augé (Francia, 1935) retoma con una mirada actual el tema de la vejez en “El tiempo sin edad” (Adriana Hidalgo editora) y tras considerarla un privilegio que muchos no alcanzan se anima muy suelto de cuerpo a sentenciar que la vejez no existe: “Frente a la edad y su avance hay dos actitudes posibles: replegarse tras nuestra identidad socialmente construida, en la intimidad, o abrirse más allá de esa identidad, a la universalidad del hombre. Tomar conciencia de pertenecer a la especie humana cambia la pregunta a la que nos somete la edad, sustituye el ‘¿qué soy?’ por el ‘¿quién soy?’. Esta sustitución permite escapar de las lamentaciones del ego herido y de las insignificancias del egocentrismo”.
Tenemos a menudo la impresión de que la vejez es algo que viene de otra parte, que es algo exterior. Por eso decimos que un libro o una película han envejecido. Y sin embargo las palabras de ese libro o las imágenes de ese film son las mismas. Es que para nosotros el tiempo no ha pasado en vano, y la relación con esas palabras o imágenes han variado, y a veces no para una pérdida de sentido o de sustancia, sino al contrario, para un alcance mayor de su fragilidad o de su grandeza (de ahí la importancia de releer los autores clásicos). Y de alguna manera somos también como un libro: “Hay que saber leer y releer; la relación con un texto es viva. Un libro que no envejece es un libro del cual el lector siempre puede esperar algo, en el que siempre puede descubrir algo, un libro que así le demuestra que sigue vivo, que sus suertes están ligadas y que los dos están unidos ‘en la vida y en la muerte’”.
En su diálogo “Sobre la brevedad de la vida”, Séneca se esfuerza por encontrar un sentido a la caduca existencia de los hombres. Considera en principio cómo la medición del tiempo es siempre relativa. Así, la vida resulta larga si se la aprovecha bien. La conciencia de que hay un fin para ese tiempo -la muerte- debe incluso servirnos a no malgastar nuestro decurso vital. “No tenemos un tiempo exiguo; el problema es que lo perdemos mucho”, concluye Séneca.
Lo que acumulamos, dice Augé, “es un tiempo palimpsesto; todo lo que está escrito en él no se encuentra y sucede que las escrituras más antiguas son las más fáciles de sacar a la luz. La enfermedad de Alzheimer no es sino una aceleración del proceso natural de selección por el olvido, al término del cual resulta que las imágenes más tenaces, cuando no las más fieles, son a menudo las de la infancia. Nos alegremos o la deploremos, esta comprobación implica una parte de crueldad y hay que admitirlo: todo el mundo muere joven”.