Sobre “Cielo lejano”
Acaba de publicarse una nueva novela del santafesino Carlos María Gómez, titulada “Cielo lejano”, que despliega, entre citas y autorreferencias, un juego constante de intertextualidad. Transcribimos aquí el prólogo de este libro publicado por Ediciones Grupo de Cine.

Carlos María Gómez.
Foto: Archivo El Litoral
Por María Sarmiento
Cielo lejano es, sin lugar a dudas, una de esas raras avis imposible de inscribir dentro de las categorías convencionales que nos marca la tradición literaria. Como la Hidra de Lerna, el monstruo con forma de serpiente cuyo número de cabezas, tres, cinco, nueve, hasta cien (e incluso diez mil, según la fuente), poseían la virtud de regenerar dos por cada una que perdía, así es la fábula que nos propone Carlos María Gómez.
El proyecto literario que se despliega a lo largo de la novela se construye intertextualmente a través de las palabras de Borges, Goddard, Kafka, Salinger, Robbe-Grillet, Carver, Butor, Simón, entre otros y de su propia obra literaria (Los chacales del arroyo, Alrededor de la plaza, etc.) por medio de la dispersión narrativa, fundando una ficción que se disgrega en ficciones menores. De ahí la importancia de lo fragmentario que le permite al autor desarrollar el concepto del laberinto, en el que de una historia nace otra y así sucesivamente. Será entonces, en estos senderos que se bifurcan, nos avisa, donde se perderán todos los hombres.
La estructura fragmentaria resignifica además a los personajes. Marcelo, el protagonista, es un hombre solitario, un escritor fracasado y la novela condensa la existencia de quien sólo vive a partir de la ficción, la propia y las ajenas y se replica en su propia obra, ya que a su vez escribe una novela cuyo personaje se le parece y sus contactos con mujeres y hombres resultan breves, esporádicos y carentes de profundidad, hasta el extremo de llegar a relacionarse con los protagonistas de su propia fantasía.
Ligado a esto, probablemente por la condición de cineasta del autor, podemos decir que Marcelo es un voyeur que observa a los que lo rodean y, sobre todo, mira a los personajes de su novela experimentando, a veces, el poder del demiurgo, de cuyo arbitrio depende la vida o la muerte de los demás.
Los espacios responden a los personajes y particularmente a la inclinación del autor por lugares accidentales, de ésos a los que sólo se llega por azar. Hay una cierta predilección por lugares alejados y misteriosos, barrios marginales, bares de mala muerte, donde recalan los que están fuera del orden: prostitutas, borrachos y esos hombres y mujeres que andan por la vida a los tumbos, aunque también aparece y con connotaciones claramente negativas, la ciudad definida como opresiva y gris, habitada por fantasmas, en la que se mezclan indiscriminadamente personas y personajes.
La multiplicidad de recursos narrativos sirve de andamiaje a la narración, debiéndose destacar, además, la riqueza formal de una prosa en donde subyacen descripciones, crítica literaria, teorías sobre la literatura, cartas, crónicas, diálogos, poesías, etc. Y la sobriedad de un vocabulario ajustado a la trama.
Carlos María Gómez construye así una ficción dentro de la ficción, en una vorágine narrativa sin solución de continuidad, que sustenta el proyecto de novela laberinto, ése en el que ineludiblemente vamos a perdernos si no encontramos la punta del ovillo que nos conduzca a la salida.