Edición del Sábado 12 de julio de 2014

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La fiesta del fútbol - Edición Impresa - Opinión Opinión

Crónica Política

La fiesta del fútbol

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Rogelio Alaniz

“El fútbol es lo más importante entre las cosas menos importantes”. Jorge Valdano

La política no tiene nada que decirle al fútbol y, por supuesto, el fútbol tampoco tiene nada que decirle a la política. Generalidades morales a favor de conductas y comportamientos individuales no son más que eso, generalidades. Messi es un astro deportivo como Picasso es un genio de la pintura. Y punto. De sus habilidades con una pelota o un pincel no se deducen habilidades para dirigir una nación o resolver sus crisis económicas. A la inversa, a un político se le exige liderazgo, decencia, claridad para definir los objetivos, autoridad para asegurar el orden, pero esos requerimientos no incluyen la habilidad para manejar una pelota. Lo dicho parece obvio, pero si prestamos atención a la realidad social veremos que no lo es.

La política discute el poder, pero sobre todo discute la calidad de la convivencia social entre los hombres; el fútbol es un deporte, una épica, un arte, una pasión que convoca a multitudes, pero carece de los alcances de la política. El fútbol en raras ocasiones ha pretendido darle lecciones a la política o ponerla a su servicio. Por el contrario, la política ha pretendido instrumentarlo a su favor. Todavía intenta hacerlo; los políticos que así lo hacen merecen el nombre de demagogos. La manipulación incluye sumergir a la política en la cultura del espectáculo. Políticos que hacen campañas como si fueran astros deportivos; políticos que hablan con consignas propias del fútbol y plateas que festejan a sus candidatos como si estuvieran en una cancha.

Hay un punto distintivo en el que la política y el fútbol parecen confundirse, pero en este caso no se trata del fútbol como deporte sino como negocio, matufia o rosca, aunque, para ser justos, habría que decir que esas conductas no merecen calificarse de políticas sino de mafiosas. Julio Grondona maniobra, intriga, y tal vez haga cosas peores, pero no es un dirigente político, es un dirigente deportivo. También lo era un personaje algo temible, algo viscoso que se llamaba Joao Havelange. La distinción es necesaria porque no es justo calificar con el vocablo “política” a vulgares camándulas para sostenerse en el poder, manipular sentimientos y enriquecerse.

El fútbol despierta pasiones multitudinarias. Sin exageraciones podría decirse que en nuestro país, y en muchos otros, es en la actualidad la única actividad humana que moviliza tantas pasiones. No sé si esto es bueno o malo, pero es. El juego lo merece. Exige destreza física, creatividad, talento. La competencia incluye una épica con sus héroes y su grandeza. Ningún partido es igual a otro. La dinámica de lo impensado, al decir de Panzeri, exige imaginación, intuición y toma de decisiones rápidas. La conjunción de esos atributos es algo más que habilidad física, destreza o ingenio, es arte; y en muchos casos, del mejor.

Las comparaciones no son arbitrarias. Sus posibles exageraciones actúan sobre un piso de verdad del cual sus propios protagonistas en más de un caso no son del todo conscientes. Al juego de un equipo que funciona a pleno se lo compara con una sinfonía; una jugada bien hecha, una pared bien tirada o dos o tres gambetas oportunas levantan exclamaciones, y es común escuchar que son una pinturita; en tanto que del gol de Maradona contra los ingleses se asegura que es un poema. Sobre el tema hay mucho para hablar, pero en lo que parece haber acuerdo es que el fútbol en sus momentos máximos incluye una estética, un campo de creación de belleza forjado en una dura y a veces despiadada competencia.

Las pasiones que despierta son un tema que merece estudiarse con consideraciones teóricas más complejas que la simple imputación de alienación colectiva. Sin ir más lejos, el fútbol es el único deporte capaz de unir a todos los argentinos detrás de una bandera. El logro no deja de ser interesante en un país fracturado. Los más exagerados han llegado a decir que el fútbol es la exclusiva manifestación que en la actualidad otorga sentido a la palabra patria. Podrá discutirse si esa unanimidad es buena o mala, pero convengamos que después de los antagonismos alentados por la política facciosa, no nos viene mal practicar, aunque más no sea por un instante, el trabajoso y a veces extenuante ejercicio de ser argentinos. Al respecto no deja de llamar la atención que detrás de la selección argentina hoy están unidos oficialistas y opositores, periodistas de Clarín y Página 12. No va a durar mucho, pero no deja de ser sintomático que aunque sea por un instante fugaz como un parpadeo hayan estado juntos. No pretendo forzar moralejas. Lo que une el fútbol no necesariamente se debe unir en la política, pero convengamos que para quienes conciben a la nación como un campo de enemigos enfrentados sin descanso, esta lección del fútbol no deja de ser sugestiva

La unanimidad que logra el seleccionado argentino es breve y no pretende ir más allá de un acto festivo. En este sentido, es lo opuesto a la unanimidad totalitaria en sus versiones políticas y religiosas. Una semana de fiesta porque la Argentina llegó a las finales y una semana más si salimos campeones del mundo. Y después, el retorno a las cosas. Aunque sea obvio decirlo, la Copa Mundial de la Fifa no es la lámpara de Aladino. Por más que la frotemos no resolverá la inflación, la caída de los salarios o las habituales corruptelas de quienes están encaramados en las estructuras del poder.

Si al fútbol se lo impugna no es por sus reglas de juego o el talento de sus jugadores sino por lo que genera a su alrededor. Hablar de fútbol para muchos es referirse al fanatismo de las hinchadas, la delincuencia organizada de las barras bravas, los negociados multimillonarios, los políticos malandras ansiosos por conquistar votos fáciles y a toda la farándula que se monta a su alrededor.

Sobre el fútbol se han escrito muchos libros. La mayor parte, acerca de la alienación de las masas y el fanatismo del hincha que vuelca en la cancha no su pasión deportiva sino sus frustraciones como hombre. Todo lo que se dice y escribe es verdad, pero nada de ello niega la “magia” de un deporte que convoca multitudes como nadie lo hace. Que los fenómenos de masas generan comportamientos morbosos, es verdad, pero es una verdad que debe relativizarse atendiendo a otras consideraciones, pero por sobre todas las cosas es una verdad que para nada impugna al fútbol, del mismo modo que el financiamiento de la mafia al jazz no pone en discusión la calidad de sus músicos.

Retornemos a la fiesta. Son necesarias en la vida. En la vida de los hombres y en la vida de los pueblos. Las tensiones, las exigencias cotidianas de la vida, reclaman ese momento de expansión, de liberación de energías, de olvidarse aunque sea por un rato de las desventuras, miserias y responsabilidades que nos abruman. De la fiesta, sabemos que en un momento se enciende y en otro momento se apaga. Políticos, religiosos, líderes populares lo saben muy bien. El problema no son las fiestas sino sus límites. O la pretensión de reemplazar los rigores de la vida cotidiana por la fiesta. O suponer que la vida puede ser una fiesta perpetua. Cuando esto ocurre, entramos en el terreno de la enajenación. Y lo más grave, en el intento de los demagogos por convencer a la sociedad de que su liderazgo es la garantía de una fiesta permanente.

Toda fiesta, por definición, es gratuita. Se justifica a sí misma y no pretende ir más allá. Si salimos campeones del mundo, no vamos a ser ni más buenos ni más malos. Tampoco más justos o más injustos. Alegrías, festejos que se prolongarán a lo largo de una semana, y después la vida se encargará de recordarnos las obligaciones. Y si la Argentina es derrotada por Alemania, tampoco será una catástrofe para el país. Ni siquiera para el fútbol nacional.

Por lo pronto, a la fiesta deportiva, a la fiesta que se iniciará si salimos campeones del mundo, a esa fiesta es inútil pretender manipularla. En su manifestación, en su estrépito, en su jolgorio, incluso en sus excesos y abusos, dispone de su propia lógica, y esa lógica se resiste a caer en las trampas de los demagogos. Así debe ser, y así es.

Las fiestas son necesarias en la vida. Las tensiones, las exigencias cotidianas reclaman ese momento de liberación de energías...lo malo es suponer que la vida puede ser una fiesta perpetua.



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Sábado 12 de julio de 2014
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