Edición del Sábado 12 de julio de 2014

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Sarajevo - Edición Impresa - Revista Nosotros Nosotros

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A cada paso, con detalle de nombres y oraciones, homenajes a los muertos durante la guerrra serbio-croata.

Sarajevo

Esta vez el destino era Sarajevo, en el epicentro de Bosnia-Herzegovina. Ciudad cargada de recuerdos trágicos, de cicatrices en sus ruinas. Una desde principios del siglo XIX, otras de la reciente guerra civil entre croatas y bosnios, cuyo saldo dejó heridas que aún palpitan. Allí se desató la llamada “Gran Guerra” (1914, 1918), esa siniestra confrontación que fue la puerta del llamado “Siglo de las guerras - El siglo XX”.

TEXTO Y FOTOS. DOMINGO SAHDA

 
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Edificio gubernamental del siglo XVIII, restaurado.

Un largo trayecto de horas, desde la costa de Los Balcanes hacia el centro de la península, hoy mosaico de pequeños estados irreconciliables. Entendí el sentido profundo de la palabra “balcanización” empleada en lengua castellana. Era la evidencia de la pulverización de intereses colectivos, de negación absoluta de las diferencias, del enfrentamiento, del “matar o morir”, con su secuela de odios interminables. El Mariscal Tito intentó una reunión al fundar Yugoslavia. Hoy ese objetivo es solo un pálido recuerdo del fracaso. Muerto, todo volvió a su peor posibilidad. La guerra civil servio-croata sucedida pocos años atrás y sostenida en parte, supongo, por el aporte clandestino de material de guerra argentino, en decisión de su gobierno -década del ‘90- me causaba pesadumbre. Era un dejo de culpa, por las acciones políticas de mi país. Dinero a cambio de la vida de demasiados inocentes.

Esto lo sentí fuertemente en el homenaje a los cientos de niños escolares, muertos por la metralla y por las bombas. El monumento homenaje situado en un parque del centro de la ciudad así lo atestiguaba. Una joven mujer con su pequeño hijo en brazos me informó allí, en ese lugar, de lo acontecido.

La ciudad, rumorosa, recortaba en su horizonte las finas columnas, los minaretes de muchas mezquitas. A poco trecho, cúpulas de iglesias católicas y templos ortodoxos. La cuestión religiosa -con sus diferencias irreconciliables- estaba presente aquí y allá.

Entrar en Bosnia con rumbo a Sarajevo implicaba el tenso trámite aduanero ya narrado en el trayecto Split-Dubrovnick. El ómnibus remontaba la montaña hacia el centro geográfico del territorio. A las cuatro horas de viaje, parada en hostería del camino para almorzar; retomar el viaje a la media hora, y de allí una breve parada en la ciudad de Mostar, dividida por un río de rumoroso caudal y claras aguas. Mas la división esencial era -es- por un lado cristianos, por el otro musulmanes. Dos partes solo unidas por puentes para facilitar el tránsito. El verdor de los pinares, de los campos de amapolas, indiferentes a las mezquindades del hombre.

Hacia mi derecha, en el cruce de dos grandes avenidas centrales, la rumorosa ciudad nueva; hacia el lado izquierdo, la ciudad vieja con su carga de pesadumbre grabada en ruinas de edificios quemados, bombardeados. La espera para el cruce daba la ocasión para comer algunas cerezas y guindas de las arboledas a mano.

LA GUERRA, SIEMPRE PRESENTE

Compartía con algún transeúnte y algún pájaro el inesperado deleite gratuito y público. Otra vez los cambios de moneda y la casi general ausencia de las compras eventuales con tarjeta. Todo al contado y en moneda del país, únicamente.

La estación de trenes propia del siglo XX, vacía. Sus muchos andenes, aquí llamados “peron”, en desuso. Pregunté el por qué a una ocasional transeúnte. Se detuvo, me taladró literalmente con su melancólica mirada y me dijo, sin más: “la guerra”, y siguió su camino. Entré en un moderno edificio con su escalinata de mármol, en parte hecho trizas. Un gran cartel advertía sobre el tema: “The war” (La guerra).

Recorrí la muestra de imágenes, de objetos, de libros, de juguetes, de muñecas destrozadas, de escarpines y batitas de bebés amontonadas. Escenas de la guerra. De la reciente y de la otra, la primera. Destino trágico de esos pueblos.

Leí las tapas de los diarios europeos anunciando el crimen político que desató la primera, la del ‘14, amarillentos por el tiempo transcurrido, de grandes titulares. Vi las fotos de sobrevivientes de los bombardeos. Me conmovió la imagen de un grupo de niños guarnecidos bajo unas chapas, con miradas desorbitadas, acusadoras. conversé un rato con un jovial trío de italianos que, me advirtieron prontamente y por las dudas, eran provenientes de la región Venezia-Giulia, no confundirse pues.

Seguí mi camino a la vera del río que partía, otra vez como en Mostar, la ciudad. Me atrajo un bello edificio, enorme al parecer, que portaba en su cornisa y a la vista un cartel que decía: “Muzej je zatvoren - The Museum is closed”. Era -es- el Museo Etnográfico y de Ciencias Naturales. Me informé del por qué; me contestaron que no había presupuesto para sostenerlo en actividad. La Academia de Bellas Artes también estaba inactiva. Me dijeron que era por cambios de muestras. Me quedaron las dudas.

Llegué a la esquina del edificio que alberga un pequeño museo de la Primera Guerra. Una pared mostraba en círculo grandes fotografías del grupo que acompañó a Gavrilo príncipe a un desatino: arrojar la bomba que desató el conflicto bélico al asesinar, en medio del desfile de rigor, al heredero del Imperio Austro-húngaro y a su mujer. Sus consecuencias serían horribles. Gavrilo, desde su eternidad congelada en la imagen, me taladraba con su mirada. Salí caminando. Cambié el rollo de mi máquina. Iba acumulando información visual.

La Basílica Ortodoxa-Bosnia, bellísimo edificio seguramente restaurado, me acogió. Su interior, deslumbrante. Se iniciaba el ritual de la misa. La seguí atentamente en todos sus pasos. Los conocía, los conozco aunque no sea un constante adepto a esas ceremonias. Mi fe asevera que estoy bautizado según el rito de la iglesia Ortodoxa de Antioquía. Mi memoria viajó raudamente hacia la primera infancia, cuando acompañaba a mis abuelos al ritual religioso y siempre me paraba cerca del tinajón en que me sumergieron siguiendo los rituales. Esto, por supuesto en Esperanza. Finalizada la ceremonia, salí y continué mi camino. En una plaza cercana, sobre el terreno, un enorme tablero de ajedrez con figuras en proporción. A su alrededor, un gran grupo de hombres, probablemente jubilados o desocupados, mirando y apostando. Me quedé encantado, mirando un rato.

Un enorme edificio, de varios pisos, con rastros de incendio como testimonio elocuente. Poco más allá, en un jardín, coronas de flores y velas prendidas. Me llamó la atención ver cada tanto enormes manchas rojas pintadas en el piso. Eran indicativas de quienes habían sido víctimas de francotiradores. Quedaba el recuerdo.

El llamado vespertino a la oración, desde un minarete próximo, me recordó que era hora de retornar al hotel. Al día siguiente emprendería mi regreso: primero el largo trayecto hacia la costa dálmata y luego por camino de cornisa hacia Split, donde tomaría el ferry que me trasladaría, cruce del Mar Adriático mediante, hasta Ancona y desde allí, sí en tren, hasta Roma. Dejé Sarajevo con una última mirada para guardarla en mi corazón.

EL REGRESO

El largo trayecto hacia Split -Croacia- tuvo un gracioso inconveniente. En un alto de la travesía, ya fuera de Bosnia, necesité del servicio del WC. El dinero de esa procedencia no me era aceptado para acceder a los sanitarios. No había modo de que la señora que atendía aceptara otra clase de pago. Diligentemente, una mujer que era involuntaria testigo salió en mi ayuda y con su moneda resolvió mi conflicto. No aceptó de modo alguno ninguna retribución. Ironizando para mis adentros, me dije: “por primera vez una mujer me auxilia en estos menesteres”.

Cuatro horas después llegamos al puerto de Split. Con mi pasaje, me dirigí hacia mi camarote. cena y sereno viaje por las aguas del mar. Arribó el buque al puerto de Ancona por la mañana. El cruce había durado diez serenas horas de navegación, felizmente.

Ya en la estación de trenes, me acomodé en mi asiento mientras miraba hacia aquí y hacia allá. El trayecto planificado, atravesando la península itálica de este a oeste, duraría unas cinco horas en el veloz tren eléctrico. Pasillo mediante, dos mujeres bien plantadas, profesionales por el tipo de equipaje y los papeles que portaban, ucranianas -me enteré luego- viajaban a Roma para asistir a un congreso o encuentro. Encerradas en sus intereses y su lengua, no advirtieron que al promediar el eficiente trayecto el tren se detuvo. Unos cuantos pasajeros descendimos para averiguar qué sucedía, por qué se había detenido el tren. A los gritos alguien venía explicando que un conflicto gremial con ferroviarios había interrumpido la travesía. Exclamé para mi mismo y en voz alta: “¡hurra, ya estoy en mi país!”

Las ucranianas también bajaron a fumar un cigarrillo. Entretenidas, no advirtieron ni entendieron que el tren se ponía en marcha. Quedaron en el andén, a los gritos y manotazos en el aire, desesperadas. Tres horas después arribamos a la Stagioni Termini de Roma. De ahí, de nuevo al conocido hotel. Tres días después, advertido de la picardía de los taxis con destino al aeropuerto de Roma, tomé un ómnibus de línea: ahorraba treinta y cinco euros.

Aproveché al máximo esos tres días, fin de mi viaje en la bella, insólita Roma. Pero esa es otra historia.

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Departamentos bombardeados, testimonios de la guerra civil serbio-croata.

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En la zona central de la ciudad, edificio de viviendas incendiado durante la guerra civil servio-croata. Nunca fue ocupado ni restaurado.

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Ajedrez en la plaza: ocupación de jubilados. Al fondo, la Basílica de religion cristiana ortodoxa.



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Sábado 12 de julio de 2014
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