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¿Cuándo se accidentan los niños?

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Hay casos que podríamos resumir del modo siguiente: niños a los que no se les puede quitar la mirada porque si eso ocurre... algo pasa.

Foto: Archivo El Litoral

 

Luciano Lutereau (*)

Es un lugar común incluso entre profesionales afirmar que los niños que se caen, golpean o lastiman con cierta frecuencia requieren límites. No es mi interés en este breve artículo sostener lo contrario, sino indicar que se trata de una afirmación cuya verdad es parcial y que supone más de lo que explica.

Veámoslo de este modo: por un lado, quienes suelen realizar esta interpretación de los accidentes infantiles se refieren, por lo general, a la “torpeza” de los niños. Estamos hablando de niños que “rebotan”, “viven con chichones” o también se han realizado cortes profundos sin darse cuenta del daño sufrido. Así es que suele ser un adulto quien advierte la circunstancia y se acerca a preguntar: “¿Qué te pasó ahí?”.

Esta coyuntura permite apreciar una primera vertiente para pensar los accidentes en los niños; me refiero a los casos en que éstos no registran el dolor, es decir, la vivencia de situaciones penosas no imprime un compás de espera en sus actividades. Porque el dolor no es una sensación objetiva, sino un factor variable en las diferentes personas y, en particular, en los niños relacionado con el tiempo: el dolor implica un momento de recogimiento en que reflexivamente volvemos sobre nosotros mismos para pensar nuestros actos. De ahí que lo que se encuentra dañado en este tipo de niños es mucho más que la imagen corporal o el cálculo de las distancias al moverse. Estos aspectos, en realidad, dependen de uno mucho más importante, que es la capacidad simbólica en sus orígenes (que permite distinguir el tiempo para cada cosa).

Por eso, frente a estos niños es importante no culpabilizarlos (o bien intentar que acusen recibo de las consecuencias de lo que hacen a través de reproches u otras medidas más o menos punitorias), sino invitarlos a detenerse por un momento, introducir la importancia de la pausa. Un niño no empieza a pensar si antes no aprendió a descansar; y uno de los prejuicios más corrientes en nuestros días es considerar que estos hábitos son instintivos o naturales. Por esta vía, entonces, este tipo de accidentes se explica por cuestiones relativas a los cuidados tempranos, vinculados principalmente con el uso del tiempo.

Sin embargo, éste no es el único tipo de accidente que encontramos en los niños. En muchas otras circunstancias también es frecuente que los padres inmediatamente queden anoticiados por el grito o llanto del niño y, en particular, noten que el accidente se produce en algún momento “oportuno”, sea cuando aquéllos están por salir o bien al dar alguna indicación que propone una distancia con ese niño. Se trata de esos casos que podríamos resumir del modo siguiente: niños a los que no se les puede quitar la mirada porque si eso ocurre... algo pasa.

En estas situaciones, los padres sienten que los accidentes les están “dirigidos”, en ocasiones hasta pueden anticiparlos (pero una vez ya ocurridos: “Sabía que esto iba a pasar”); y este sentimiento singular es el que permite explicarlos. Antes que una dificultad con el tiempo, podríamos decir con un juego de palabras que son niños que les han tomado el tiempo a sus padres. Sin embargo, no es cuestión de suponer una mala voluntad o capricho en estos niños, sino la expresión dramática de un dolor que no pueden manifestar más que llamando la atención.

Lamentablemente, en casos como estos últimos no puede ofrecerse una consigna terapéutica que permita orientar a los padres de antemano, ya que en cada caso sería necesario detenerse a pensar las coordenadas familiares de este síntoma.

En resumidas cuentas, es importante destacar que los límites que puede buscar un niño cuando se accidenta no tienen que ver con la imposición de conductas rígidas o reprensiones. No es cuestión de flexibilidad o falta de reglas. La situación es más compleja, en cualquiera de los dos tipos de casos que hemos estudiado en este artículo, donde hemos demostrado, en principio, que los accidentes no son algo unívoco.

(*) Psicoanalista. Lic. en Psicología y Filosofía por la UBA. Magíster en Psicoanálisis por la misma Universidad, donde trabaja como docente e investigador. Es también profesor adjunto de Psicopatología en UCES. Autor de varias publicaciones, entre ellas los libros: “Los usos del juego” (2012) y “¿Quién teme a lo infantil?” (2013).



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Lunes 10 de febrero de 2014
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