Edición del Sábado 06 de abril de 2013

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Una empresa de ómnibus como pocas - Edición Impresa - Revista Nosotros Nosotros

Una empresa de ómnibus como pocas

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Un antiguo ómnibus de Greyhound transita frente al Monte Rainier.

Solamente viajando por las carreteras de los Estados Unidos puede uno conocer la magnificencia de sus montañas y de sus vastos parques nacionales, el singular encanto del desierto, la imponente vastedad de las planicies, el afanoso bullir de las grandes ciudades y la apacible quietud de pueblos y aldeas.

TEXTOS. MARIO A. LAGUZZA.

 

Empresas de ómnibus hay muchas en el mundo. No importa el tamaño ni los recorridos. pero no hay otra tan conocida y nostálgica como la Greyhound. La hicieron famosa el cine y la música. Y los viajeros, a los que no hay que confundir con los turistas, la valoraron y la valoran como ninguna.

Usted y yo vimos muchas veces en el cine y también en la televisión, al famoso galgo blanco-gris que la identifica, yendo de aquí para allá, por el extenso territorio de los Estados Unidos, atravesando llanuras y montañas, cruzando por los puentes los grandes ríos como el Mississippi y el Missouri, pasando por pequeños pueblos hasta llegar a las grandes ciudades como Chicago y New York.

Los periodistas y escritores, no importa su nacionalidad, no pudieron resistirse a escribir sobre la Greyhound y sus prolongadísimos recorridos, y a nadie se le ocurrió culparlos de publicidad encubierta.

¿Quién puede olvidar, por ejemplo, esa larga escena de “Perdidos en la noche”, cuando Dustin Hoffman y John Voight marchan desde el lejano sur a la incomparable Nueva York? Pasaron ya más de 40 años pero el film, cargado de una denuncia profunda, parece terminado ayer: la eterna historia de gente que escapa de su lugar para recoger nuevas experiencias.

Canciones sobre estos ómnibus hay muchas, pero quizá ninguna mejor que aquel blues de Roberto Jonson cuando en 1936 decía: “Entierrame en la ruta, así mi espíritu libre podrá subir a un Greyhound, y seguir viajando”.

DESDE LA PRIMERA GUERRA

Parece raro pero el fundador de la Greyhound no fue un estadounidense, sino un inmigrante suizo, Carl Eric Wickman quien, cuando comenzaba la Primera Guerra Mundial en 1914, le dio la puntada inicial.

Wickman era el propietario de una concesionaria de autos en Minnesota, pero como las ventas escaseaban, decidió convertir el coche más grande en autobús y llevar a los empleados de las minas cercanas, ubicadas a 16 kilómetros, todos los días hasta su trabajo. Fue un éxito.

La compañía como tal se formaría unos años después en Chicago. Con el correr de los años alcanzó una red de 140.000 kilómetros y más de seis mil colectivos que lo llevan a uno a todas partes, sin exagerar. Porque la Greyhound tiene nada menos que 3.700 destinos y 18.000 (si, leyó bien) partidas diarias.

Si quiere y no tiene apuro, puede cruzar Estados Unidos de costa a costa, desde el trópico hasta la fría Canadá, y desde el desierto mexicano al grandioso Parque Nacional de Yellowstone en el septentrional Estado de Wyoming. Porque con un pase de dos meses de duración y por muy pocos dólares diarios, tres países se abren a los ojos y a las ansias del viajero. Si se es un verdadero viajero.

Entre todas las compañías de transporte, la Greyhound es la que da más por su dinero a quienes la favorecen, y es la que ofrece más kilómetros por dólar en casi todos los viajes.

Con gran frecuencia el que viaja por esta línea ahorra en el precio del billete.

Las estaciones de la Greyhound están situadas generalmente en el corazón de las distintas ciudades. Debido a que sus autobuses van por las carreteras principales, prestan servicio directo a centenares de ciudades pequeñas, pueblos y aldeas donde no llega ninguna otra línea de transporte.

Esta empresa tiene servicios ordinarios y expresos, que van directamente de una a otra ciudad importante, ahorrándole muchas horas de viaje.

ENTRE ILEGALES Y NEGROS

Trasladarse en ómnibus por la superpotencia significa, además de observar paisajes y ciudades monumentales, recoger el sabroso gusto de observar y dialogar con los pasajeros, que no son los del avión. No, viajar así es mezclarse con los inmigrantes ilegales, con los negros, con los blancos pobres que no pueden acceder a un avión. Es escuchar historias de vida de los latinoamericanos que quieren abrirse paso, esperanzados en un sistema de vida nuevo, diferente de todo lo que vivieron en su tierra pero que -intuyen- es el único que los puede “salvar”.

“Dejé a mi mujer y a mis hijos en Costa Rica por necesidad imperiosa. Allí soy arquitecto y aquí pintor de brocha gorda, porque así gano cuatro veces más”, nos confesaba en su viaje entre Atlanta (Georgia) y Nashville (Tennessee) un inteligente, pero dolido centroamericano.

Mientras el ómnibus de la Greyhound consume kilómetros, uno no puede dejar de escuchar historias, mínimas como diría Carlos Sorín, pero repletas de emoción. “Yo no quisiera estar aquí, señor, pero no pude elegir otra cosa”, nos confesaba uno de los 40 millones de latinoamericanos que viven en los Estados Unidos.

Con choferes bullangueros que explican todo, sin el tormento de las películas que proyectan en nuestro país, el bus pasa pueblos y ciudades y uno recuerda a Walt Whitman cuando dijo: “Vieja autopista, en ti mis pensamientos fluyen mejor que en mi mente”.



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Sábado 06 de abril de 2013
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