Seguir a Jesús

“El Cristo del Silencio” (1890), de Odilon Redon.
María Teresa Rearte
Se habla de sociedades y culturas poscristianas para expresar que la religión y el cristianismo, como religión vigente en Occidente, que ha orientado la vida de las generaciones pasadas y ha producido frutos para nada despreciables en el orden del pensamiento, el arte, el patrimonio cultural, es ahora una página superada de la historia. Se trata de un proceso que alcanza tanto los presupuestos teóricos como las exigencias prácticas de la vida cristiana, lo cual se advierte sobre todo en el Viejo Continente.
Benedicto XVI decía que “si ya en los tiempos del Concilio se podía saber, por algunas trágicas páginas de la historia, lo que podía significar una vida, un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a nuestro alrededor”. Y añadía que “precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres”. Pero a la vez afirmaba algo para destacar: “En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir. Así en el mundo contemporáneo son muchos los signos de esa sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa”. (1)
Observamos la desvalorización de la vida llevada hasta extremos impensados, de lo que da cuenta el elevado nivel de criminalidad que se advierte en las sociedades actuales. La eliminación de la vida propia y ajena. O el problema de la droga, que más allá de su comercialización y los poderosos intereses en juego, encuentra terreno fértil para su expansión en un mundo que no cree, pero no puede sacudirse la tensión del ser humano hacia lo trascendente.
Para la Biblia, y por consiguiente para el cristianismo, el mundo está necesitado de salvación. Por lo que la fe ve al tiempo como un kairos. Esto es, como un tiempo de salvación.
El núcleo de la fe remite al encuentro y la identificación de Cristo con el hombre, del cual da cuenta el Evangelio cuando dice: “Vendremos a Él y haremos en Él nuestra morada” (Jn 14: 23). O también cuando Jesús dice: “Permanezcan en mí, como yo en ustedes. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco ustedes si no permanecen en mí” (Jn 15,4). Sin embargo, ese encuentro a veces se ha frustrado, y ha entrado en un cono de sombras. Es como si una dualidad sacro-profana hubiera postergado lo esencial de la fe, que es la vida de Cristo y en Cristo, y se pensara en un Dios lejano y ajeno al mundo y al hombre.
El Vaticano II decía que “el Hijo de Dios, encarnado en la naturaleza humana, redimió al hombre (...) A sus hermanos, convocados de entre todos los pueblos, los constituyó místicamente como su cuerpo, comunicándoles su Espíritu” (LG 7). Este Cuerpo Místico de Cristo es la Iglesia que peregrina en el mundo, en distintas latitudes y en medio de diferentes condiciones socioculturales, políticas y económicas. Por lo que, sin mengua de la unidad, no podemos mirarnos a nosotros mismos a través del prisma de lo que sucede en Europa. La Iglesia de América Latina está inserta en un continente marcado por enormes desigualdades sociales, por lo tanto, con sus propios desafíos pastorales. Sin embargo, “la nueva evangelización concierne a toda la vida de la Iglesia” (2). Por lo que es interesante reflexionar a la luz de un personaje del Evangelio: Bartimeo. “Él no es un ciego de nacimiento, sino que ha perdido la vista: es el hombre que ha perdido la luz (...); pero no la esperanza. Sabe percibir la posibilidad de un encuentro con Jesús y confía en Él para ser curado” (3). Cuando lo logra, dice el Evangelio que “le seguía por el camino” (Mc 10: 52).
También la historia de los hombres es un camino en el que asumir el valor de la fe. Si creemos que Dios existe, que Cristo ha resucitado y tenemos fe en su promesa de permanecer entre nosotros hasta el final de los tiempos, necesitamos del encuentro. Y que este contacto nos transforme, que nos libere del mal que los hombres han causado en el mundo.
(1) Benedicto XVI: Homilía de la misa de apertura del Año de la Fe.
(2) Benedicto XVI: Homilía de la misa de clausura del Sínodo de los Obispos.
(3) Benedicto XVI: o.c.