Crónica política
¿Matrimonio gay?

Rogelio Alaniz
Como ciudadano tengo una posición tomada respecto del matrimonio gay, pero mucho más interesante que pronunciarme a favor o en contra sería establecer algunas consideraciones que ayuden a pensar o, al menos, contribuyan a disipar prejuicios. Importa, en todos los casos, que el debate se abra sabiendo de antemano que la decisión que se tome no agotará el tema. Definirse a favor o en contra del matrimonio entre personas del mismo sexo no es lo mismo que sancionar una norma de tránsito. Asimismo, admito el derecho de las iglesias o de quien sea de oponerse a esta iniciativa. Tratándose de temas de tanta trascendencia, la oposición no sólo es necesaria, sino indispensable, porque siempre es bueno que alguien resista. Es más, no se me escapa que, si este tema se llevara a un plebiscito, por buenas y malas razones lo ganarían los opositores al proyecto. Lo que hay que preguntarse, en todo caso, es si los derechos de una minoría pueden someterse al escrutinio popular. No digo que no, pero me hago la pregunta.
Desde hace décadas se ha establecido que la homosexualidad no es un vicio o una enfermedad. Los científicos no se han puesto de acuerdo respecto de si el homosexual nace o se hace, pero habría una amplia coincidencia en admitir que hay una interacción entre lo biológico y lo cultural. En cualquier caso, lo que importa -en primer lugar- es reconocer su condición de personas y ciudadanos que no pueden ser descalificados por su inclinación sexual. El otro punto a admitir es que la homosexualidad y el matrimonio gay están prohibidos en todos los regímenes teocráticos y totalitarios, un dato que no resuelve el debate pero que importa tener en cuenta.
Hoy, en rigor, no estamos discutiendo la homosexualidad, sino el derecho de los homosexuales a casarse. No obstante, estoy convencido de que la opinión que tengamos sobre la homosexualidad condicionará nuestra conclusión acerca del matrimonio gay.
Los religiosos -católicos, evangélicos, musulmanes- no son los únicos que se oponen, pero convengamos que constituyen el sector que dispone de mayor capacidad de movilización y cuenta con argumentaciones coherentes para justificar sus opiniones. En mi caso, me interesa debatir con aquellos que sostienen posiciones abiertas y reflexivas. No todos los que se oponen al matrimonio gay son homófobos, aunque todos los homófobos lo rechazan.
Jacques Arens, un distinguido intelectual católico, considera que, en lugar de hablar de los “homosexuales”, habría que hablar de “personas homosexuales”. La observación es interesante e inteligente. Son personas. Ahora bien, decir esto significa hacerse cargo de sus consecuencias. Si son personas, son titulares de derechos y deberes. Y la sexualidad no les hace perder esa condición. Ser homosexual o heterosexual no garantiza ser bueno. El señor Baroni, que violó y mató a una maestra, es heterosexual. Los encantadores muchachitos que abusaron de una menor en General Villegas también eran heterosexuales. ¿Se deduce de ello que todos los heterosexuales son violadores? El mismo interrogante, por supuesto, vale para los homosexuales.
Los religiosos pueden llegar a admitir esta conclusión, pero consideran que la homosexualidad debe ser criticada porque constituye una búsqueda desordenada del placer contraria a la naturaleza y la ley de Dios. Admito que alguien pueda pensar así, pero convengamos que con esta retórica no logrará convencer no sólo a un homosexual -mucho menos a un agnóstico-, sino a cualquier persona -creyente o no- que considera que la búsqueda del placer es un deseo legítimo y que toda búsqueda del placer incluye el desorden. ¡Pero debe haber algún límite!, me dirán. Por supuesto, pero ese límite lo fija la ley. Un violador no puede justificarse diciendo que mató a su víctima porque eso le provocaba placer. Pero, aclarado este punto, admitamos que el placer pertenece a la subjetividad, a la intimidad de cada uno y que el placer “ordenado” no existe.
Importa detenerse en el tema de la sexualidad, porque creo que allí se juega un aspecto importante del debate. Hoy se admite que la sexualidad no es un tema liviano, algo que se puede manipular o resolver dictando órdenes o recurriendo a principios generales. No hace falta leer a Freud para saber que en la sexualidad están latentes pulsiones y deseos que constituyen la identidad de una persona. Lo que también se sabe es que lo peor que se puede hacer con la sexualidad es desconocerla, negarla o reprimirla. No me interesa argumentar con golpes bajos, pero la Iglesia Católica hoy está obligada a reconocer que la represión de la sexualidad es una fuente de trastornos y problemas en sus propias filas. Al respecto, siempre me resultó sugestiva la ironía de Bernard Shaw: “De todas las enfermedades sexuales que conozco, la castidad es la más peligrosa”.
Castidad es precisamente lo que las iglesias les reclaman a los homosexuales. La homosexualidad -me dice un sacerdote- no está condenada, lo que están condenados son los actos homosexuales. Otra vez disiento. No hay homosexual sin actividad homosexual. Un pastor me dice que la homosexualidad es “anormal” porque lo normal es la pareja entre un hombre y mujer, normalidad cuya consecuencia decisiva es la capacidad para reproducirse. Es un punto de vista. Un rabino lo argumentaba con más elegancia. No es la capacidad reproductiva biológica lo que se reivindica, sino la capacidad inherente a un hombre y una mujer de dar vida a través de un acto de amor. Es un argumento inteligente, al que no se puede descalificar diciendo que hay matrimonios “normales” que, por ejemplo, no tienen hijos, porque en lo fundamental lo que se valora es esa “capacidad” previa al hecho material de la reproducción de generar vida a través de un acto de amor. Interesante. También es interesante lo que me dijo un sacerdote amigo: “No todo acto de amor genera derechos matrimoniales; la amistad es un acto de amor y a nadie se le ocurriría formalizarla a través del matrimonio”.
Lo que no me parece interesante es decir que Dios desea lo mejor para sus hijos y que se opone a la homosexualidad porque atenta contra la felicidad. No me consta. Además, no me parece posible debatir con alguien que lo tiene a Dios de confidente.
Mis amigos creyentes admiten, entonces, que un homosexual es una persona; admiten incluso que puede amar a su pareja, pero consideran que el matrimonio fue pensado, tal como la palabra lo indica, para consumar una relación entre hombre y mujer. Puede ser. En lo personal hago las siguientes consideraciones. De hecho, las parejas homosexuales están funcionando. Es más, algunos creyentes consideran que ellos no tendrían ninguna objeción que hacer acerca de la unión civil, con todos los atributos del matrimonio civil, pero sin usar la palabra matrimonio. Si todo se reduce al uso de una palabra, yo no tendría ningún problema en negociarla.
El otro argumento que se usa con frecuencia es que el matrimonio gay atentaría contra la familia. No lo creo. Sí creo que la institución “familia”, como la hemos conocido, está en crisis y algunos méritos habrá hecho para que esto ocurra. Creo que es justo y deseable que toda persona tenga un hogar, una casa donde haya padres que le brinden afecto y la eduquen. Contra ese tipo de familia no tengo ninguna objeción que hacer. Lo que observo es que para que esa familia exista no es indispensable que los padres estén casados por la Iglesia, el templo o el Registro Civil. Si lo hacen, mejor, pero no es indispensable, porque -¿es necesario insistir?- para que una familia funcione lo indispensable es el amor y no un papel firmado y, mucho menos, el uso que los padres hagan de sus genitales. Por otra parte, les recuerdo a todos que el matrimonio gay es voluntario, no obligatorio. Que se queden tranquilos aquellos que gustan de las mujeres, porque nadie los va a obligar a casarse con un hombre.
¿Y la adopción? Está claro que, si se concibe a la homosexualidad como una enfermedad o un desorden moral, la consecuencia es oponerse. Si, a la inversa, se la considera una opción de vida, no hay por qué tener prevenciones. Se dice que los homosexuales criarían hijos homosexuales. No lo creo. Todos los homosexuales que andan dando vueltas por este mundo pecador son hijos de padres heterosexuales, con lo que se prueba la relatividad de los llamados buenos ejemplos. No creo que la felicidad de un niño dependa de lo que hagan sus padres en el dormitorio. Por último, una consideración práctica; habiendo tantos niños en la calle, tantos niños abandonados y maltratados, me parece que la humanidad no puede darse el lujo de privarlos de esa posibilidad.
Estoy convencido de que la opinión que tengamos sobre la homosexualidad condicionará nuestra conclusión acerca del matrimonio gay.
Para que una familia funcione lo indispensable es el amor y no un papel firmado y, mucho menos, el uso que los padres hagan de sus genitales.