Edición del Domingo 30 de mayo de 2010

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La enajenación del poder - Edición Impresa - Escenarios & Sociedad Escenarios & Sociedad


Deslumbramiento en “Las mil y una noches”

La enajenación del poder

La enajenación del poder

Juan Rodó y Claudia Lapacó en una de las escenas más conmovedoras del espectáculo dirigido por Pepe Cibrián Campoy. Ambos actores fueron largamente ovacionados por el público.

Foto: Pablo Aguirre

Roberto Schneider

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No es novedad sostener que Pepe Cibrián Campoy es el director argentino con el necesario delirio creativo para generar, junto al compositor Ángel Mahler, un musical ajeno a las fórmulas norteamericanas. En ese sentido, “Las mil y una noches” -estrenada anoche en la Sala Mayor del Teatro Municipal y que hoy se puede apreciar en última función-, es un claro ejemplo. Un vestuario fascinante por la textura de las telas, el color, la variedad y la síntesis; luces que adquieren carácter protagónico -ambas especialidades realizadas también por Cibrián Campoy-, y un tratamiento vocal impecable por parte de todo el elenco, deslumbran al espectador desde el comienzo.

La historia se inicia en el puerto de Estambul, tras la llegada de Elena en un barco, y sigue con la conocida trama que urde la madre del sultán Soliman, Feyza, quien dispone, como es su costumbre, que la esclava sea entregada por una noche a su hijo para luego matarla, sin siquiera imaginar que esta mujer cambiará la historia para siempre, hasta el final de este melodrama en el que el sultán deberá elegir entre quedarse con su madre o con su amada.

El espectáculo está organizado -como sosteníamos en su anterior presentación en la ciudad- en dos actos que difieren en el clima, en el criterio de puesta y hasta en la línea musical. El primero relata el secuestro de la griega Elena (Georgina Frere), de origen cristiano, que es comprada como esclava por Feyza (la maravillosa Claudia Lapacó) y ofrecida por una noche a su hijo, el sultán Solimán (el brillante Juan Rodó). A partir de esta instancia, se suceden los encuentros, despierta el amor entre ambos y, ante los celos enfermizos de la sultana Feyza, que ve perder su poder y el cariño de su hijo, Solimán se une a Elena, que pasa a ser la sultana Scherezade, lo que determina el alejamiento de la madre del Sultán. En todo el acto, las escenas reúnen grupos y predomina el carácter festivo. El constante desplazamiento de personajes y el tono operístico de los temas que se mantienen en tono brillante exigen el máximo de la capacidad vocal de los actores.

En el segundo acto, la propuesta de Cibrián cobra altura y se valora con más justicia el talento de Mahler por la versatilidad de su música. El tono de la acción se torna dramático y se desarrollan claramente los dramas internos de los personajes. En las escenas intervienen menos personajes y la interpretación adquiere prioridad sin dejar de lado la técnica vocal.

La madre de Solimán, sabiendo que según la ley turca la traición se castiga con la muerte, organiza una compleja trama para demostrarle a su hijo que Scherezade tiene un amante. En el momento de la ejecución, Feyza insiste en que el mismo Solimán sea el verdugo de su esposa. Cuando va a dejar caer la cimitarra sobre el cuello de Scherezade, siente que la vida no tiene sentido sin ella. El final de “Las mil...” queda para ser develado por los espectadores.

El cuidado que Cibrián pone en la selección del elenco, unido a la rigurosidad y exigencia habituales en el creador, garantiza la calidad vocal de todos los participantes. Juan Rodó despliega, como en otras ocasiones, el potencial de su voz y en el segundo acto crece como personaje, logrando una buena conexión en las escenas más dramáticas con Feyza. Es de resaltar el indiscutible crecimiento del actor en todas sus posibilidades. Georgina Frere posee calidad vocal, pero no aprovecha las virtudes de los dos personajes que interpreta y adquiere fuerza dramática Laura Piruccio, de indudable compromiso.

Párrafo aparte para Claudia Lapacó. Su trabajo en el rol de Feyza es superlativo desde todo punto de vista, porque si algo la destaca es su enorme calidad de actriz. La composición del personaje es impecable en todo momento, ya sea cantando, bailando o con su sola presencia en escena. Lapacó valoriza actoralmente -como Rodó- cada uno de los temas y no se priva de infundir a su rol la emoción que requiere la situación dramática que está en juego.

La propuesta suma aciertos -es deslumbrante la puesta de luces, del mismo Cibrián- para construir un musical del mejor nivel, en el que una vez más, como este indiscutible hacedor prefiere, se muestra la enajenación del poder.

 



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