EDITORIAL
Los límites de la protesta
El reclamo por la afectación de un derecho general o sectorial asume con frecuencia casi cotidiana la modalidad de una manifestación pública, en cuyo curso resulta habitual la producción de actos premeditados o excesos imprevistos, que tienen como efecto un perjuicio para bienes o personas.
Si la mecánica del corte de rutas merece diversas consideraciones, en algunos casos absolutas, y en otras ajustadas a la proporcionalidad cualitativa y cuantitativa entre el interés defendido y el perjudicado por la protesta -como así también los términos en que ésta se ejerce-, hay otros casos en que las consecuencias del pronunciamiento difícilmente admitan matices en la consideración e incurren lisa y llanamente en lo delictivo.
El hartazgo social frente a padecimientos crónicos como la inseguridad, cuya incidencia se potencia ante la producción de episodios que operan como detonantes, lleva a una suerte de “levantamientos” colectivos, que escenifican estentórea y a veces violentamente la bronca y la impotencia que embargan a importantes sectores de la comunidad.
El contexto sociopolítico y las señales que se bajan desde la cúspide del poder, donde la tolerancia e incluso la incitación de grupos violentos a actuar embanderados con causas supuestamente trascendentes, se han vuelto prácticamente una herramienta de gestión. Tanto es así, que en la práctica se advierte cómo la indignación suele derivar en estallido, viéndose con frecuencia que el justo reclamo se desvirtúa en la expresión de odio irracional hacia el destinatario, cuando no en lisa y llana agresión.
La irrupción no siempre controlada en espacios públicos, y la destrucción de bienes que en muchos casos conlleva, dan pie a la vez al descontrol, el pillaje y el vandalismo, que se asumen como un dispensable efecto colateral o se atribuyen al accionar de “infiltrados”, argumento que desvanece la responsabilidad de los organizadores.
Pero en los últimos tiempos, la ejecución de actos de protesta ha ido un paso más allá, dirigiéndose de manera directa a los domicilios particulares de personas que no se han hecho acreedores al repudio de por sí -como circunstancialmente se invoca para atentar contra las viviendas de personas vinculadas con la represión o acusadas de servir a intereses opuestos a la Nación-, sino que simplemente les ha tocado estar a cargo de un área de gobierno cuyo desempeño no es evaluado de manera satisfactoria, o que ha protagonizado un pronunciamiento cuyo sentido no es compartido por los manifestantes. De este modo, el ataque en su propia intimidad a dirigentes que, mejor o peor, están cumpliendo con un mandato popular -directo o indirecto-, no sólo resulta un gravísimo avasallamiento de su esfera personal, sino también un acto profundamente antidemocrático. Y la afectación genérica o concreta de un derecho propio, en ningún caso puede autorizar a la comisión de un delito; al menos para una sociedad que pretende sostener reglas mínimas de convivencia.