Edición del Domingo 31 de mayo de 2009

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Los misántropos - Edición Impresa - Opinión Opinión

Anotaciones al margen

Los misántropos

Estanislao Giménez Corte

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Uno

Uno fue amado y elogiado como cuentista y como poeta recibió arduos juzgamientos y admoniciones pero igual siguió igual y escribió escribió escribió más allá de sus fuerzas y de la fortuna esquiva y de las muertes de los suyos y del frío y de todo y de sus alrededores y de los otros y tan jovencísimo de súbito se murió con 40 años de súbito para que las posteridades le rindiéramos algún tributo. Muchísimo hizo por las literaturas y por todos pero especialmente por cierto género de narrativa breve y por los que lo emularon y por los que lo copiaron con infantiles arrestos de parecerse a. Fue uno de los primeros en observar con una mezcla de temor y de asco y de repulsión y de impaciencia y de pavura y de lamento el fenómeno de las multitudes el de las masas el de las muchedumbres que atosigaban las ciudades y las calles y los barrios y la periferia del orbe todo eso y mucho más antes de que promediara el siglo XIX. Se llamaba, se llama, Edgar Allan Poe y escribió, en 1840, “El hombre de la multitud”.

Otro

Otro fue amado y elogiado como poeta y como escritor de poesía en prosa y fue en parte mal y poco comprendido y sus textos, a veces ininteligibles, oscilan entre la genialidad y el desvarío, pero igual siguió y siguió y dejó su obra y su literatura buscando qué cosas, Dios sabrá, qué cosas y aunque consagrado con la vida literaria delante y a sus pies los letrados de fuste se dejó las letras y las ciudades y a sí mismo y huyó de la modernidad y de las gentes y de sí mismo y se perdió en otro continente y en otros oficios y entre otra gente y en el anonimato y se hizo comerciante y se murió no tan de súbito. Se llamaba, se llama Arthur Rimbaud.

Otro

Otro fue amado y criticado e incomprendido y celebrado y su obra maldita reventó las convenciones y los convencionalismos y los lugares comunes cuando vio como nadie había visto nunca con ninguna pluma las ciudades y el progreso y las chimeneas de la industria y los suburbios y no encontró ni elegías ni épica en ello sino un siniestro “hormiguero” incomprensible y ríos de gentes anónimas y ajenas en grises contornos de desesperación y de vacío y cantó y narró y metaforizó sobre la soledad atroz que había en ellas, en cada uno de los sitiados por la multitud infame e informe como quien se ve en el espejo y halla un rictus espantoso en el que no se reconoce. Se llamaba, se llama, Charles Baudelaire y a sus 36 años escribió “Las flores del mal”.



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