Espacio para el psicoanálisis
¿Por qué los niños ya no aman al padre?

Luciano Lutereau (*)
Hace poco fui a una presentación del libro de un amigo en una librería. Me acompañó mi hijo y, durante la conversación, cuando tomé la palabra y me puse a perorar un poco de más, mi hijo realizó su acto de justicia: se subió a mis rodillas, apoyó la cabeza en mi hombro y se durmió. Así declaraba cuán aburridas eran las palabras de su padre. Es algo que le agradezco, haberme enseñado a no tomarme tan en serio (lo que no quita que trate de hablar lo más seriamente posible). A partir de ese episodio reflexioné un poco sobre las configuraciones actuales de la paternidad.
El modelo tradicional de paternidad supone que el padre sea varón, es decir, que ostente su masculinidad y, por lo tanto, demuestre su potencia. “Soy tu padre y listo”, “En esta casa el único que alza la voz soy yo”, etc. son ejemplos típicos, que muchas veces los pacientes recuerdan recostados en el diván. Sin embargo, no hay padre más destituido que el que tiene que invocar su propia autoridad prepotente; en este sentido, es como si paternidad y masculinidad fueran incompatibles.
Podría decirlo de un modo paradójico: ¡el padre no suele ser varón! Por eso se lo fantasea como tal (por ejemplo, en el temor infantil a que entren ladrones en la casa, que suelen ser ladrones masculinos) como lo demuestra el caso frecuente de quienes cuentan que en casa quien llevaba los pantalones era la madre. En última instancia, la autoridad paterna siempre es prestada al varón por una mujer. Dicho de otra manera, no hay acto más paterno (y filiatorio) que la destitución masculina (tema que desarrollé en mi libro “Ya no hay hombres”). Mejor dicho, la destitución masculina es una condición necesaria (aunque no suficiente) de la paternidad. Por eso nuestra época no es la de la feminización del mundo ni la del ocaso del padre, sino la de la huida de los varones. Eso explica que las versiones del padre que retornan sean mucho más feroces, porque los varones servían para eso: limitar la crueldad paterna. Esto es algo que se corrobora en la práctica del psicoanálisis con niños, cuando los miedos se han vuelto un motivo cada vez más frecuente de consulta.
En esta misma dirección, una de las preguntas de la clínica con niños hoy en día es la siguiente: ¿implica la crianza filiación (filiar no es sólo cuidar a un niño, sino darle estatuto de hijo)? Porque nunca como en nuestra época los padres pasan tiempo junto a sus hijos, pero cada vez más encontramos niños no filiados. Para dar cuenta de esta cuestión escribí mi libro “Más crianza, menos terapia”, para dar cuenta de una crianza que fuese filiatoria y no simplemente una satisfacción de necesidades. Asimismo, me asombra cómo el discurso de la “necesidad” se impuso en este tiempo, me parece peligroso a veces. Y la pregunta mencionada reenvía a otra: ¿puede haber filiación sin pareja parental? Que una sola persona puede representar a la pareja es una idea ya conocida en psicoanálisis (la propuso Melanie Klein en 1930), así que no se trata de retomar las nuevas configuraciones familiares. La cuestión es otra, más bien se trata de destacar que una de las aristas cruciales en la filiación es el amor al padre; podría plantearse de este modo: ¿por qué muchos niños de hoy no aman al padre?
El amor al padre es el elemento central de la filiación. En efecto, algunas parejas se rompen por eso, como cuando una mujer deja de amar a su hombre como marido porque prefiere amarlo como padre. Hay amor al padre incluso cuando una madre le dice a su hijo que le da permiso para algo “pero que no se entere papá”, ¡cuánto hay que amar al padre para ocultarle cosas! El amor al padre es la base de la complicidad entre madres e hijos, que sin ese amor sería incestuoso. El Edipo no es que el padre prohíba algo al niño, sino que éste se enamore del padre gracias al amor de la madre, así es que el Edipo pasiviza al niño y necesitará mucho trabajo para salir de esa posición: tendrá que matar al padre que ama, ya que ¿por qué se mata si no es por amor, es decir, para que el amor no muera? ¿Cómo pensar filiación sin Edipo? Tan fuerte es el amor al padre, cuando existe, que incluso se comprueba en esos casos en que un padre ausente tiene una alta eficacia simbólica: ¿por qué abandonó a la madre? ¿Qué le habrá hecho? La otra cara del amor al padre es echarle la culpa a la madre, por eso son muy neuróticas esas teorías que plantean que las madres pidan perdón a sus hijos, por ejemplo, por querer destetarlos.
El amor al padre, en fin, es el amor al ausente, ausencia que media entre la madre y el niño, terceridad que, cuando no se declina, establece el vínculo de una locura de a dos. No hay filiación entre dos, por eso es necesaria la pareja respecto de la cual el niño queda situado (aunque, como dije, la pareja pueda ser una sola persona). Si el amor al padre supone la ausencia, ¿qué ocurre con los niños que hoy en día tienen padres presentes pero sin consecuencias filiatorias? Muchas teorías actuales sobre crianza son anti-filiatorias, es un problema que empieza a llegar a los consultorios: padres especialistas en crianza, con niños gravemente enfermos y no ubicados como hijos. Les han dado todo, menos su filiación.
Nunca como hoy se pensó tanto cómo ser “buenos” padres y, como suele ocurrir: no hay mayor garantía de hacer maldades, que cuando queremos estar del lado de los buenos. He aquí uno de los desafíos que más tenemos para pensar los padres y terapeutas de esta época.
La destitución masculina es una condición necesaria (aunque no suficiente) de la paternidad. Por eso nuestra época no es la de la feminización del mundo ni la del ocaso del padre, sino la de la huida de los varones.