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Todos nuestros ayeres

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Edgardo Cozarinsky. Foto: Archivo El Litoral

 

Por Raúl Fedele

“En ausencia de guerra”, de Edgardo Cozarinsky. Tusquets. Buenos Aires, 2014.

Como suele suceder en las ficciones de Cozarinsky, en En ausencia de guerra el presente del protagonista se ve conmocionado por las huellas del pasado. El narrador se ve implicado en parcelas particulares o mínimas de la Historia con mayúsculas, lo suficiente para revelar lo mal contada que nos ha sido esa gran historia. En este caso, se trata de las alevosías en los años de plomo en la Argentina (que tan mal nos ha sido relatada) y también las que tuvieron que ver con la independencia argelina.

El narrador es un argentino que regresa a París, donde ha vivido largamente años atrás, y una carta que encuentra por casualidad y un paquete en su departamento le devuelven a la memoria una vieja amiga, ahora fallecida. Los hijos de esta mujer habían sido militantes de una organización armada en los infelices años 70 de la Argentina, lejos ambos de cualquier tipo de idealismo solidario -el hijo, en efecto, traicionó tanto a sus compañeros como a los militares en una farsa de secuestro, quedándose con todo el dinero del rescate, que depositó en una cuenta de su madre en Suiza-. Un legado de esta mujer pone en contacto al narrador con un abogado en Ginebra, un viejo argelino, y una joven, decididos a vengar pasadas infamias políticas. Y Suiza pasa a ser en gran parte el escenario de la novela, esa Suiza que puede mantenerse incólume merced al “gangsterismo populista” y a “las fortunas que genera la miseria”.

La novela, con una intriga apasionante y bien congeniada, apela a oscuridades de las historias oficiales; momentos, personajes y situaciones, como los que testimonia en una carta un ex militante sobre su participación en un foco insurgente de primera hora, reunido cerca de La Ciénaga, en Salta, “bajo la protección imaginada, lejana y todopoderosa del Che... Grados militares. Armas. Disciplina. Un decálogo. Al primer compañero ordenaron matarlo porque sufría accesos de llanto en medio de la noche y no era un militante seguro. Al segundo por homosexual. Los dos creían en el socialismo y en una sociedad más justa. Pero no correspondían al hombre nuevo con el que soñaba nuestro jefe, que se había dado el grado de Comandante y tenía la autoridad que le daba el haber pasado por Cuba y Argelia. Y la soberbia de sentirse autorizado a matar... ¿Por qué me eligió para darles el tiro de gracia? Porque me sospechaba de debilidad, de cobardía. ¿Por qué obedecí? Para mostrarme fuerte y valiente”.

En En ausencia de guerra hay variedad y riqueza argumental: está la política, observada bajo la lapidaria sentencia de Napoleón: “La política: la tragedia de nuestro tiempo” observada, por ejemplo, en el panorama de un país que juzga y condena a los responsables del terrorismo de Estado “para cubrir, como un escudo moral, esa red de negocios no disimulados en que se ha convertido la democracia. ¿Se juzga, acaso, a los héroes de la corrupción, que siguen sonriendo ante las cámaras?”. Ese “blanqueo de currículum, como el que hoy se practica en la Argentina, reiventa a los sagaces usureros de antaño como militantes de la primera hora”. Está también la cuestión ética que ronda sobre el supuestamente equilibrado y sensato narrador, quien se ve inmerso en un complot criminal, que para garantizar impunidad propone intercambiar las víctimas, evitando así el concurso de los motivos (exactamente -lo citan los personajes- como en Extraños en un tren, la novela de Patricia Highsmith que Hitchcock llevó al cine). El hombre que en un momento declara que no hubiese querido vivir en la sociedad que querían construir aquellos mesiánicos “entregados al culto simultáneo del colectivismo y la violencia (‘Toda la cordillera será un paredón’)”, se deja arrastrar por una erupción de barbarie como quien se deja hundir en las arenas movedizas de una pesadilla.

En ausencia de guerra es una novela relevante en la valiosa bibliografía de Edgardo Cozarinsky, uno de los pocos escritores de renombre (“con fama bien obtenida”, se entiende) que han sabido hacer acopio de la gran narrativa tradicional argentina, lejos del fragor de la pseudo renovación narrativa o del mal ensamblado ensayismo ficcional que veneran y propugnan por igual nuestras actuales cátedras literarias y los suplementos culturales (leáse, “sociológicos”) de larga tirada del país.



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