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Misterios y enseñanzas de la bellísima Praga

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San Vito. Vista del lado sur de la Catedral, con la torre principal y la puerta dorada.

Foto: Wikimedia Commons

 

Germán de Carolis

Volví a Praga para intentar comprender una mínima parte de sus misterios. Me limité a un sector de la ciudad vieja y me sumergí en su fulgor de perla encantada. Todo es mágico en en la capital checa, y a mi juicio, su visita es absolutamente necesaria para ponerle un broche de oro a un viaje por Europa.

En Roma, sentimos que el pasado está presente, en París que el presente se hace pasado y en Praga que el tiempo no existe. Praga es Praga más allá del tiempo.

La ciudad está allí, bella y resplandeciente, como si los siglos no pudieran con ella, mientras resiste de manera estoica el avance de la incivilización humana.

Al hablar de Praga no lo hago de su gente, hablo de su arquitectura plasmada en sus antiguas residencias y palacios, y de su peculiar belleza geográfica. Asentada sobre nueve colinas surcadas por el río Moldava, aunque suene a lugar común parece un cuento encantado... Los seres humanos pasan por Praga. Ella se queda, aunque quienes la transiten en cualquier época o momento se extingan y desaparezcan. Su belleza alucinante encierra la idea del dolor kafkiano. Más allá del asombro, secretamente, produce angustia y su belleza acongoja.

Caminando lentamente por sus calles, quienes tienen tiempo para pensar, irremediablemente se sienten invadidos por cierta angustia metafísica. La ciudad es un oasis de un pasado detenido en un desierto de presente.

Insisto que cuando me refiero a Praga, hablo de la antigua, que en una veintena de días puede caminarse bordeando el río en distintas direcciones, cruzando sus puentes y perdiéndose en sus barrios ancestrales. Es siempre la vieja ciudad la que maravilla.

Las periferias, como en todas las ciudades del mundo, son tristes, muy tristes. Cuando se sale del centro hacia el aeropuerto, kilómetros de fríos y austeros monobloques marcan las diferencias.

Praga enseña mucho. La primera reflexión que me suscitó mientras miraba a los praguenses deambular por sus calles, es que en todos los lugares en los que estuvieron presentes los rusos, con sus tanques y su terror, en todos los sitios que invadieron y sometieron, queda una perceptible pátina de tristeza. Y los praguenses son tristes, pese a que puedan reír a carcajadas.

Una serena tristeza los acompaña mientras toman un bus o un subte, mientras comen, o trabajan; mientras viven. Los rusos dejaron penas imborrables, que se sumaron a los crímenes alemanes de la Praga invadida durante el nazismo.

Praga enseña más que ninguna otra ciudad extraordinaria, con mayor contundencia, que el hombre instauró la discriminación desde el comienzo de la historia. Sólo los que fueron poderosos pudieron recluirse en sus fortalezas y palacios. Los débiles quedaron siempre a la intemperie, y los mendigos del mundo nunca pudieron construir refugios para su miseria. Los enormes edificios góticos, ornamentados con mármoles y oro que alojaban a familias poderosas, resguardándolas del frío y del hambre, son en Praga una presencia que acongoja.

Mil libros se escribieron sobre Kafka y sus interrogantes. Millones de palabras que, ciertas o no, solamente sirvieron para justificar ensayos. Pero viendo Praga hoy, me doy cuenta que la angustia de Kafka es la angustia del mundo, él tenía un dolor muy simple y entendible.

Los palacios de Praga asombran. El praguense común camina entre castillos, iglesias y palacios sabiendo que ese mundo no les pertenece. Está allí, pero nunca fue de ellos. Llegada la noche, se suben a un tranvía o a un bus y regresan para comer algo en sus casas austeras. Y a la mañana siguiente vuelven a barrer sus calles, atender sus restaurantes, trabajar en sus museos.

El pobre Kafka tenía motivos para ser kafkiano: feo, despreciado por los no judíos, tuberculoso y espectador de una grandeza palaciega que lo abrumaba. La mayor parte de su vida fue un triste empleado, asfixiado por una ciudad cuya belleza asfixia.

La desesperación de “El proceso” y la angustia de “El Castillo” le pertenecen a la humanidad toda. A Kafka le tocó expresarlo de modo genial.

Fui a visitar un cuartucho de tres por tres que Kafka alquilaba a corta distancia del castillo, extraordinaria fortaleza sobre una colina que domina la ciudad y que ofrece vistas únicas sobre los barrios antiguos. El viejo habitáculo está ubicado en el número 22 de la calle de los Alquimistas. Hoy es una pequeña librería a la que entran miles de turistas, especialmente japoneses, ávidos de sus libros. Pero curiosamente, en Praga, tan asociada con el nombre del escritor, es poca la gente que ha leído su obra. No lo necesitan, vivir en Praga sin ser un príncipe, te vuelve kafkiano.

La visita a la catedral de San Vito, muy cerca del castillo, justifica por sí sola un viaje a la capital checa. Es difícil encontrar algo parecido. Entrar a San Vito hace difícil comprender cómo hombres que destruyen y asesinan puedan haber ideado y construido una catedral como ésta, en la que creemos encontrar el alma.

 

Su belleza alucinante encierra la idea del dolor kafkiano. Más allá del asombro, secretamente, produce angustia y su belleza acongoja.



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