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editorial

Un desatino amenazante

  • El intento de censura previa propiciado por Lázaro Báez es inviable desde el punto de vista constitucional, pero gravísimo en el actual contexto.

El pedido formulado por Lázaro Báez a la Justicia de que impida la publicación de información sobre las empresas a las que está vinculado, además de gravísimo por configurar un intento de censura previa, resultaría absolutamente insólito y hasta disparatado en un contexto diferente al que atraviesa nuestro país.

En efecto, el planteo del empresario ligado a los Kirchner -y sospechado de actuar como testaferro y posible partícipe en maniobras de lavado dinero, además de beneficiario de cuantiosos contratos de obra pública a cuenta del Estado- tiene como causa y antecedente inmediato la difusión, a través del diario La Nación, de datos contables que revelan sus negocios con la familia gobernante, que garantizaron a los miembros de ésta sumas millonarias y un vertiginoso incremento patrimonial.

Por la contundencia y el impacto de estas revelaciones, es comprensible que el próspero empresario santacruceño prefiera que no se produzcan. En todo caso, menos asidero tiene la caracterización de “acuerdos entre privados” que asignó el secretario presidencial Parrilli a esos negocios, en una nueva invectiva contra el periodismo que, en cualquier caso, vino acompañada de la admisión de su existencia.

Báez propicia la censura previa haciendo hincapié en la confidencialidad fiscal que debió amparar esos datos, y en la eventual deslealtad o corrupción del funcionario que pudo haberlos filtrado. Nada de eso es oponible a la tarea periodística, asistida además por el indisimulable interés público que esa información reviste, dada la condición de los involucrados, el tenor de las presuntas maniobras y el nivel de sospechas fuertemente instaladas con relación a ese entramado.

La pretensión del empresario, por lo demás, contradice de manera tan flagrante los términos de la Constitución Nacional y el Pacto de San José de Costa Rica que forma parte de ella, que parece más un acto de desesperación difícilmente redituable, con el correlato negativo de un fuerte costo político -por extensión- para el gobierno.

El problema es, como se dijo, el contexto. Y el análisis de éste revela el diseño de una Justicia a la medida del kirchnerismo gobernante en la provincia de Santa Cruz, una procuradora general de la Corte que ha hecho de la militancia una de sus principales virtudes jurídicas, y una estrategia de copamiento de organismos que permite el desplazamiento de fiscales o magistrados que se atrevan a avanzar en la investigación de casos de corrupción que rocen al poder político.

En ese marco, la presentación de Báez deja de lucir desatinada, para transformarse en temible. No porque necesariamente vaya a obtener un pronunciamiento favorable: el unánime repudio de las entidades periodísticas y la oposición, y el peso de la jurisprudencia previa, podrían activar el sentido de autopreservación del que suelen hacer gala muchos magistrados -comenzando por Norberto Oyarbide- y funcionar como un disuasivo. Pero lo más grave es que el estado de las instituciones en la Argentina habilite que alguien siquiera conciba un planteo de esas características, y que las circunstancias no permitan descartar de plano cualquier posibilidad de que prospere.

Lo más grave es que el estado de las instituciones en la Argentina habilite que alguien siquiera conciba un planteo de esas características.



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