El consabido “nuestras fans son las mejores del mundo” toma aquí un cariz especial: fueron ellas las que, con el soporte de twitter como herramienta, elevaron a estos cinco chicos lindos al templo de la fama. Foto: EFE
Natalia Pandolfo
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No sería más que la historia de otra boy band, al mejor estilo Backstreet Boys, ‘N Sync o -yendo más atrás en el tiempo, para tocar fibras de las de más de 30- New Kids on The Block. La diferencia en este caso se llama Internet.
Twitter es la patria de Niall Horan, Zyan Malik, Liam Payne, Louis Tomlinson y Harry Styles: bellos, graciosos y talentosos, concursaron en 2010 en “X Factor”, un reality de Reino Unido. Tenían todas las de ganar, pero perdieron en la final.
Fueron las fans las que, vía redes sociales, activaron las luces amarillas de los productores: estos chicos tenían algo. Simon Cowell, juez y creador del programa, los tocó con su varita mágica. Y el oro comenzó a brotar.
En cuestión de segundos, el pandemonio copaba estadios en Europa, Estados Unidos y todo el planeta. La fórmula efectiva de siempre -movidas divertidas y lentas pegadizas- parecía funcionar una vez más, multiplicada exponencialmente a través de la red. El fenómeno ya estaba plasmado en remeras, banderas pins y cualquier soporte utilizable. Todavía no había salido el primer disco.
Al infinito y más allá
“Por favor, apaguen sus celulares”, dice un spot antes del inicio de la película, y las chicas se miran como si les estuvieran hablando en arameo.
De aquel lado de la pantalla hay descontrol, llantos, alaridos, más llantos, y las canciones que todas saben: “Up all night”, “What makes you beautiful”, “Little things”, “Kiss you”, “One way or another”. De este lado, dulces suspiros: la ah repetida en escala de agudo a grave será la cortina musical de la platea. Chicas de uno y otro lado del mundo comparten el título de “directioners”: una especie de cofradía cuyo sello de admisión es un grado aceptable en la exigente escala del fanatismo.
“Ellos dicen lo que queremos oír y ningún chico, jamás, nos dice”, sostiene una piba, como quien intenta explicar el amor.
El filme está dirigido por Morgan Spurlock, el mismo que se hizo conocido por el documental “Super Size Me”, en el que registraba los efectos nocivos de las hamburguesas de McDonald’s.
El estreno de la película que retrata la gira “Take Me Home” lideró la taquilla en Estados Unidos y Canadá: recaudó 17 millones de dólares en su fin de semana de estreno. Según el diario The Sun, cerca de 70 mil fans llegaron a la avant premier en el Leicester Square. En Santa Fe la convocatoria fue bastante más modesta, pero no por eso menos vehemente.
El documental muestra impresionantes escenas de la banda británico-irlandesa en escenarios como el O2 Arena de Londres (en un recital filmado en abril de este año), sus arribos a aeropuertos atestados de fanáticas, las japonesitas desaforadas de Tokyo, un sinfín de lágrimas femeninas que ruedan por Holanda, Francia, Alemania, Bélgica, Noruega, Suecia, Italia, Estados Unidos.
Hasta un neurocientífico explica los efectos que genera la hormona dopamina: los escalofríos y la sensación de felicidad son bien reales y tienen fundamento teórico. “Las chicas sólo están emocionadas”, concluye el médico. En la pantalla, índices y pulgares de ambas manos forman corazones hasta el infinito.
De Imagine a imagen
La comparación con las escenas de histeria que provocaban los Beatles resulta inevitable. “Ellos tienen un toque peligroso, algo anárquico, algo diferente”, dice el crítico de rock del New York Times, entrevistado para el documental, mientras una chica deja a un lado el oneroso balde de pororó y extiende los brazos para tomar entre sus manos el rostro angelical de Harry en versión 3D.
Todo es frenético. Un día llegan al Madison Square Garden: allí están ellos con sus nervios, sus madres, sus fotos que se repiten interminablemente. “Al final, una sólo tiene las imágenes”, llora una de las señoras frente al hijo de cartón recortado.
Martin Scorsese y el actor Chris Rock les tienden la mano con admiración; Cristiano Ronaldo ensaya con ellos unos tiros al arco. Intentan salir a caminar por Amsterdam y terminan literalmente atrapados en el negocio de Nike, encerrados por una horda de fanáticas enardecidas: una los descubre, escribe un tuit y a los segundos el lugar se convierte en un hormiguero, del que logran escapar con custodia.
“En un rincón del corazón, sabes que tienes que estar lista para recoger los pedazos si esto para”, dice la mamá de Harry, el más carismático del grupo. Ellos parecen ser conscientes de la licuadora en la que están inmersos: en la intimidad que muestra el filme, todos dicen que no podrían soportarlo si no estuvieran en el marco de un grupo.
Harry es hijo de panaderos: el documental lo retrata volviendo al negocio familiar y abrazando a una vieja empleada retacona, de cachetes rosados, que se ríe pícara cuando recuerda haberle pellizcado varias veces la cola al jovencito devenido en estrella.
La película los presenta como chicos “normales”: juguetones, bromistas, peleando, revelándose contra las coreografías que pretenden imponerles. Su máxima transgresión parece ser correr en los carritos del estacionamiento mientras los productores transpiran para alcanzarlos y depositarlos en el escenario.
Time is money
Harry cuenta su primer beso, Niall se enferma de los nervios mirando un partido de fútbol, Liam entra a su habitación y se asusta con el doble de cartón que alguien ubicó en su lugar, Louis vuelve a la juguetería en la que trabajó, Zyan le compra una casa a su mamá, que llora a carcajadas.
“Quisiera poder acercarme a cada persona y hablarle y agradecerle su apoyo”, dice Niall, pero no hay tiempo: los sacan corriendo de un estadio para subirse al micro y volar luego a otro destino, en una nueva demostración empírica del viejo “time is money”.
“No lo estás disfrutando todo el tiempo. Somos chicos de 19, 20 años, somos normales con trabajos anormales”, dice Harry, como si hiciera falta. “Me gustaría gustarle a alguien que me quiera por lo que soy. Me preocupa no poder tener eso”, agrega Zyan, el chico que hoy lo tiene casi todo.
Más allá del testimonio de padres/madres, no hay referencias a sus vidas privadas (¿será que existen?). No hay historicidad en el relato: no hay amigos de la infancia ni ex novias ni docentes que cuenten travesuras de cuando niños: la película es el aquí y ahora más puro y duro.
Están los cinco alrededor de una fogata perfecta, en un paisaje bucólico: la escena tiene tanto de improvisación como un videoclip. “Me gustaría tener la piel curtida y que pregunten si sigo vivo. Como Keith Richards”, se entusiasma Harry.
La película va terminando y los suspiros mutan a alaridos. Sobre los títulos pasan escenas de los chicos haciéndose pasar por viejitas que piden ayuda para cruzar la calle, y que a mitad de camino se largan a correr a grandes zarpazos, ante la mirada atónita de quienes circulan por allí.
Es como un subibaja al que alguien puso en un extremo una piedra de varias toneladas. “¿No te espanta que ésta sea la mejor parte de tu vida?”, le pregunta uno al otro.