Manuel Adet
La memoria no me permite equivocarme. Tenía diez años y lo escuchaba a Mario Bustos en LR1 Radio el Mundo de Buenos Aires, “y su red azul y blanca de emisoras argentinas”. Los lunes, miércoles y viernes, después del “Glostora Tango Club” y los “Pérez García” y antes del poeta Juan Ferreyra Basso “y su original manera de ver el otro lado de las cosas”, llegaba él. Su estribillo de presentación sigue siendo un misterio para mí, pero lo recuerdo al detalle: “Yo soy yo soy, un hombre bien conocido, embajador del Tucumán tan querido, por qué, con el tango yo he nacido y aún al tango no he podido arrancarle el corazón”. Yo entonces sabía que Bustos había cantado con la orquesta de D'Arienzo, constituyendo con Jorge Valdez una de las duplas más célebres de aquellos años. Pero honestamente nunca supe de la existencia de ese tango y de esos versos que hablaban del “embajador del Tucumán tan querido”. Y nunca terminé de entenderlo, entre otras cosas porque el hombre no era tucumano, era porteño de los pies a la cabeza, nacido en el barrio de Almagro, criado en La Paternal e hijo de Casimiro Alvarez, un hombre que alguna vez se dio el lujo de acompañar a Agustín Magaldi con la guitarra.
Después lo perdí de vista. Alguna vez lo escuchaba en algunas grabaciones con D'Arienzo, hasta que una vez, en el verano de 1980 me enteré por la radio que había muerto de un infarto. Me acordé del final del único tango que escribió. Se llama “Pienso”. Allí dice: “Miro en el espejo una canas que me baten ¿Y mañana? Y me pongo a sollozar”.
Por su reciedumbre, por su registro de barítono, por su estilo y su pinta, fue uno de los grandes varones del tango. En lo personal, estimo que no estuvo a la altura de Rivero, Sosa, Goyeneche o Belusi, pero en su momento llegó a ser muy popular y su voz era apreciada y considerada un arquetipo del tango.
Se llamaba Mario Nazareno Alvarez. Al tango lo descubrió de pibe, junto con la pelota de fútbol y el billar. Hizo el secundario en el colegio Otto Krause y en esos años se hizo amigo de Tato Bores, amistad que mantuvo hasta el último día de su vida. Su tío, Tito Grassi, le presentó al guitarrista José Canet que lo incorporó como cantor en su reciente formación musical. Sus biógrafos, de todos modos, consideran que su inicio como profesional lo hizo con la orquesta de Domingo Federico, donde ingresó en reemplazo de Oscar Larroca. Federico lo bautizó con su nombre artístico definitivo: Mario Bustos, porque hasta esa fecha se lo conocía como Mario Escudero, el “Duque”, según sus amigos del café Cervantes, levantado en la esquina de México y Entre Ríos, donde llegaba todas las tardes y se destacaba por su habilidad al billar y su impecable elegancia.
El 1º de agosto de 1948 actúa en Radio Splendid. Lo acompañan dos cantores: Enzo Valentino y Hugo Rocca. En octubre de 1949 graba uno de sus temas clásicos. “Justo el 31”, de Enrique Santos Discépolo. Con Canet está un año y medio, después se incorpora a la orquesta de Domingo Federico y luego se suma a la orquesta de Eduardo del Piano. Allí, en la confitería Adlon de calle Florida, comparte micrófono con el cantor Héctor de Rosas. En septiembre de 1951 graba “Margot”, el tango escrito por Celedonio Flores e “Infamia” en el sello Pathé.
Para esos años se le presenta un problema serio en las cuerdas vocales que lo obliga a retirase de los escenarios. Su amigo Julio Sosa, que había atravesado por una situación parecida, le recomendó su médico personal e inició un tratamiento que le permitirá recuperarse, aunque, según los entendidos, nunca más volverá a ser el mismo, una afirmación controvertida que se podría resolver comparando sus temas anteriores y posteriores.
Así y todo sus condiciones vocales no se deben haber deteriorado demasiado, porque en 1957 es contratado por la orquesta de Juan D'Arienzo, con quien debutó en el Marabú y compartirá escenarios y fama durante casi tres años. Desde el punto de vista publicitario estos fueron los años de oro de Mario Bustos, su momento de máxima popularidad, como no podía ser de otra manera para un cantor de Juan D'Arienzo, el director de la orquesta que convocaba multitudes para disfrutar de su compás en infinitas pistas de baile.
También hay que decir que el precio de la fama incluyó un repertorio musical deplorable, letras vulgares, elaboradas con pésimo gusto y culturalmente resentidas y reaccionarias. Lo único que se puede decir a su favor es que la responsabilidad de esos adefesios correspondían a Juan D'Arienzo, quien para esa época ya había promocionado bodrios como “El tarta” o “Che existencialista”. A esa cantinela del mal gusto, Bustos le suma temas como “Susanita” o poemas cursis y sensibleros al estilo “Un vals para papá”.
De todos modos, en ese océano de mal gusto y frivolidad se salvan temas como el mencionado “Justo el 31”, “El tigre Millán”, “Muñeca brava”, “La última copa” y ese excelente poema escrito por Andrés Gregorio Chimarro y música de Demaría y Juan Mario Maffia, que se llama “El tango no tiene contra”, cuya primera estrofa dice más o menos así: “El tango es la musa de mi Buenos Aires, andando entre guapos aprendió a vivir, en la mala racha jamás fue cobarde y en los entreveros se aguantó piolín. El tango es un naipe que no tiene contra, es el as de triunfo para la emoción, final de Palermo a taco y a lonja y es un viejo curda en un bodegón”.
Los trascendidos afirman que su relación con D'Arienzo nunca fue buena y en algunos momentos llegó a ser pésima. D'Arienzo no era muy delicado con sus modales y el trato que le daba a sus músicos dejaba mucho que desear. Por su parte, Bustos era célebre por su rebeldía, sus desplantes que para algunos se confundían con la soberbia y la pedantería. A él particularmente le fastidiaba el show montado por el “Rey del compás”, y sobre todo el momento en que se ponía al lado del cantor y simulaba dirigirlo con el dedo. Tanto le molestó que la leyenda cuenta que en cierto momento el “Duque” le mordió el dedo, gesto que para el público fue considerado un acto más de la puesta en escena, pero para los iniciados fue el momento culminante de la rivalidad entre estos dos profesionales.
Bustos se retiró de la orquesta de D'Arienzo a mediados de los años sesenta e inició su periplo como solista, que durará hasta el final de su vida, veinte años después. Durante ese tiempo fue acompañado por músicos de jerarquía como Carlos Galván, Julio Pane, Osvaldo Ferri, Osvaldo Piro y Jorge Dragone. Florindo Sassone lo convocó para que lo acompañara en su gira por Japón y a la vuelta grabó un larga duración.
En 1979 su hermano organizó en el Marabú un gran recital en homenaje a sus treinta años con el tango. El nombre de Mario Bustos debe haber sido convocante, porque la fiesta se celebró un domingo -día que el Marabú habitualmente cerraba- y no obstante ello una multitud se hizo presente. Es que más allá de sus críticos, el hombre contaba con seguidores leales que le pedían a gritos sus temas más representativos.
El recital en el Marabú fue su despedida. Para fines de 1979, mientras hablaba por teléfono con Dragone para acordar algunas presentaciones musicales, se sintió mal y él mismo tomó un taxi y fue hasta el Hospital Italiano. Allí estuvo internado casi una semana. El infarto parecía haberlo perdonado, pero el 2 de enero de 1980 Mario Bustos, el gran “Duque” del tango, partió para el silencio.