Carlos Catania
A menudo, las ideas acuden sin motivo aparente. Ayer, se me ocurrió pensar en el abismo temporal que separa la génesis del arte pictórico paleolítico del mundo de imágenes en movimiento llamado cine, al que también se le asigna el sobrenombre de industria, vale decir un negocio del que se esperan grandes dividendos. A primera vista, esta idea hace gala de un bizantinismo desmedido. Sin embargo, parangonar la primitiva Edad de Piedra con el siglo XXI no es tan descabellado: la distancia entre los representantes de ambas épocas es apenas un suspiro en la fluyente eternidad del Tiempo.
En primer lugar, sostengo la tesis que Arnold Hauser insertara en el primer tomo de su extraordinaria “Historia social de la Literatura y el Arte”. Los testimonios que todavía quedan del arte primitivo demuestran de un modo inequívoco, y en forma cada vez más convincente a medida que progresa la investigación, la prioridad del naturalismo. Resulta cada vez más difícil sostener la teoría de la originalidad del arte apartada de la vida y estabilizadora de la realidad. La característica de los dibujos naturalistas del Paleolítico es que transmiten su impresión visual en forma directa y pura, libre de añadidos intelectuales e intenciones subjetivas.
Las pinturas del Paleolítico no se ejecutaban como decoración. Por el contrario, se hallan escondidas en rincones inaccesibles y oscuros de las cavernas, por lo que atribuir un carácter “ornamental” a los dibujos es una falacia. Estaban ocultos en sitios de las cavernas considerados aptos para la magia. “La mejor prueba de que este arte perseguía un efecto mágico y no estético, al menos en su propósito consciente, está en que en estas pinturas, los animales se representaban frecuentemente atravesados con lanzas y flechas. Indudablemente, se trataba de una muerte en efigie”.
¿Qué significaba esto?: que el pintor era cazador. Pensaba que con la pintura poseía ya la cosa misma, el animal verdadero sufría la misma suerte que el dibujado. En una palabra, el arte, para decirlo de algún modo, servía para procurar directamente el alimento. “No era por tanto, una función simbólica, sino una acción objetivamente real, una auténtica causación”.
El arte de aquellos seres humanos estaba al servicio de la vida. La caza, estampada en las cuevas, respondía a una necesidad del cuerpo. No había otros planteamientos. No cabían diferencias entre el animal pintado y el animal real. El cazador-pintor creía que el animal real sufría la misma muerte que padecía el animal retratado.
Se considera al Paleolítico el período más antiguo y largo de la prehistoria humana. Entonces, uno se pregunta qué demonios tiene que ver la existencia de aquellos seres con nosotros, los flamantes representantes del presente. Bueno, aquellos también eran hombres: comían, dormían, tenían miedo, soñaban, hacían sus necesidades... Me pregunto si su arte de cazadores no respondía a lo que hoy llamamos virtualidad, en la acepción física de la palabra. La verdad es que tendríamos que lanzar a la hoguera tres cuartas partes de la historia para considerarnos mejores.
Objetivos tan publicitados y triviales, como la riqueza y la fama, definen la sarta de principios solipsistas a que aspiran los candidatos a triunfadores del presente. Asimismo, destacan quienes se envanecen de su presunta autoridad frente a otras personas, lo que indica hasta qué grado de narcisismo y estupidez puede llegar un ser humano al servicio de sí mismo. Estas ramas de la ambición suelen ser quebradizas y punzantes. Aunque no lo parezca, no estoy sometiendo estas actitudes tan pintorescas a una teoría crítica. Sólo digo que es así. Si suena contradictorio, atribúyase a los modestos tanteos de mi polémico interior.
En esta era de pantallas, los productos que recibimos, en su gran mayoría, responden a la iniciativa de “creadores-cazadores”. Aquí no hay cuevas, ni soledad, ni magia. Predominan la “necesidades” de las masas, y el arte se encamina a dar satisfacción a tanta gente que ha digerido el catecismo de lo virtual (algo así como el asesinato de la realidad) estimulado, sobre todo en cine, por la hipertecnología. No estoy hablando de los grandes creadores cinematográficos, feliz contrapeso de tanta chabacanería. Aludo a ese cine que, sin desmerecer en ocasiones su “esteticismo técnico”, acude al salvajismo de la imagen, al estruendo, a los efectos magnificados, a las redundancias de la llamada “acción”, considerada como la exacerbación de la velocidad y sobresaltos exteriores, de la ultraviolencia, done la imagen sobreactúa y en su golpeteo produce sensaciones, cuyos moretones desaparecieron al abandonar la sala y toparse con la calle.
“La tendencia dominante es el espectador que se ha vuelto un hiperconsumidor que ya no tolera los puntos muertos ni las esperas: necesita más emociones, más sensaciones, más espectáculo, más cosas que ver para no bostezar” (Lipovetski y Serroy).
Pasiones destructoras, vicios, comportamientos sádicos, seductores, superhéroes, criminales, drogadictos, damas fatales, terroristas, etcétera, componen la extensa galería de la diversión. “El exceso, la extralimitación, saturación de la banda sonora, lo explosivo y sangriento...: es necesario bombardear todos los sentidos, sacudir y refocilarse sin moverse de la butaca”.
Por otra parte, “históricamente, la tradición hollywoodense es en esencia la de un cine en que los géneros, las tramas y los personajes han pasado siempre por el filtro del estereotipo, cuando no por sus formas degradadas, el tópico y el cliché” (Idem).
Los oscuros rincones de las cuevas constituyen la antítesis de las resplandecientes pantallas. La industria del cine del que hoy estoy hablando, no obstante, necesita de cazadores-productores en busca de su “alimento”. Las películas lanzan dardos y también cazan en efigie. Es la magia del negocio, de seres que ya no temen al trueno ni a las flores, sino a la competencia. No necesitan toros de Lascaux ni bisontes gibosos. No están solos. Trabajan en grandes equipos y las ganancias son archimillonarias. Digamos que pueden comer bien y cumplir con sus necesidades. Naturalmente, las llamadas “estrellas”, colaboradoras indispensables del éxito y en gran número de gran talento, reciben lo que merecen. Claro que, a veces, se exagera. Reese Whiterspoon, después de ganar el Oscar, obtuvo por “Our family trouble”, la cantidad de 29 millones de dólares.
Por razones de espacio, debo omitir eslabones milenarios. El Neolítico me aguarda. Por ahora, suficientes desatinos. No obstante, en esta búsqueda, sería interesante partir de un punto de inflexión radical. Por ejemplo, recurrir a Pablo Picasso: “La pintura no ha sido hecha para adornar habitaciones... Es un medio de lucha contra la brutalidad y el oscurantismo”.