La muerte de Chávez
Rogelio Alaniz
En las democracias republicanas los límites los ponen las instituciones; en la vida, el límite lo pone la muerte. Así son las cosas. A estas elementales verdades, Chávez las aprendió, pero las aprendió tarde. La escena en la que le habla a Jesús para que le dé vida es aleccionadora, patética y desmesurada. Aleccionadora, porque Jesús suele no atender esos pedidos; patética, porque derrotado por la enfermedad el hombre se seguía considerando el salvador de Venezuela; desmesurada, porque una oración es algo íntimo, privado, pero para Chávez, hacía rato que esas palabras habían perdido su significado.
Su muerte fue la única certeza en una nación que se abre hacia un futuro de incertidumbres. A los efectos políticos poco importa saber si murió a las siete de la mañana o a las cuatro de la tarde. O si murió en La Habana o en Caracas. Lo seguro es que murió, y que su muerte estuvo rodeada por los secretos que el poder suele practicar en estas situaciones, sobre todo cuando el titular del poder lo ha personalizado y ejercido de manera absoluta.
Al caudillo lo derrotó el cáncer y no faltó quien acuse de derechista a esta inmisericordiosa enfermedad. Pavadas tropicales. Pavadas que incluyen el delirio, como la afirmación del señor Maduro, para quien el cáncer de Chávez fue inoculado por los imperialistas yanquis. No hay un solo oncólogo en el mundo que avale esta hipótesis descabellada, pero para la magia y la superstición populistas estos detalles científicos no cuentan.
Chávez murió el mismo día en el que hace sesenta años murió ese psicópata y genocida que se llamó Stalin. Fue una casualidad, y sólo la ignorancia o la mala fe podrían establecer comparaciones entre uno y otro. Como Hitler, alguna vez ensayó un golpe de Estado y fracasó, aunque el fracaso fue la condición de su posterior éxito, aunque no tuvo nada que ver con Hitler. Sus enemigos lo han comparado con Mussolini. Cierta estética escénica los identifica, también cierta vocación de poder absoluto, pero allí terminan las coincidencias y todo intento que se haga por avanzar en ese terreno es una exageración o un acto de manipulación histórica. Algunos lo comparan con Fidel Castro, pero creo que hay una gran diferencia intelectual, simbólica y de tiempos históricos entre el revolucionario que produce, por ejemplo, la Segunda Declaración de La Habana y el personaje más cercano a Tinelli y a Maradona, el caudillo que propagandiza los shows mediáticos desde el programa “Aló presidente”. A algunos argentinos les gusta compararlo con Perón. Es una comparación posible a partir de la categoría “populista”, pero en un plano más cercano hay diferencias a tener en cuenta entre un oficial de las Fuerzas Armadas y profesor de la Escuela Superior de Guerra -como fue Perón- y este personaje, cuya estética se fundaba en la vulgaridad y la identificación grosera con el sentido común más primario de la sociedad. En un plano más institucional hay diferencias entre el estadista que fue Perón, preocupado por fundar un Estado que, para bien o para mal, respondía a cierta lógica institucional, y un caudillo cuyas preocupaciones estatistas siempre estuvieron subordinadas a su pulsión personal por el poder.
Exuberante, controvertido, tropical, perceptivo, vivió su tiempo político con intensidad y pasión. Disponía del don de percibir el humor de los hombres y las mujeres de su pueblo. Reía con facilidad y no disimulaba sus contrariedades. El venezolano medio, el hombre del pueblo, la mujer modesta, llegaron a quererlo con esa pasión sencilla y leal de los humildes. Un gesto, un guiño, una palabra justa y el milagro de la identificación se producía sin resistencia. Cuando se lo proponía podía ser encantador. Destaco otro detalle: a diferencia de otros caudillos, tenía sentido del humor, sus respuestas eran rápidas y a veces ingeniosas, y su risa era ancha y contagiosa. El showman no excluía al político astuto, al caudillo manipulador y maniobrero y al cacique autoritario.
Creía en lo que hacía, pero por sobre todas las cosas creía en su propia fuerza, en su vitalidad y en su estrella. Su ícono político fue Simón Bolívar, pero hasta el historiador más improvisado sabía que era un ícono más parecido a Chávez que al Libertador. No fue un teórico, un político capaz de elaborar conceptos, pero tampoco era un negado a las especulaciones. Es verdad, no era un teórico, pero al manual básico del caudillo populista lo dominaba de la primera a la última letra.
Su personalidad le otorgó identidad a los últimos veinte años de Venezuela, pero reducir este acontecimiento a un dato biográfico sería empobrecer el relato histórico. Al respecto, no deja de llamar la atención que tanto sus seguidores como sus enemigos tiendan a interpretar los hechos a partir de la personalidad avasallante del caudillo. Sin embargo, para bien o para mal, Chávez sólo es comprensible a partir de las condiciones políticas y sociales que rodearon a Venezuela en las últimas décadas. Sus enemigos festejan su muerte en público o en secreto, pero a todos ellos habría que recordarles que mucho más interesante que dedicarse a esos avatares necrológicos, sería reflexionar acerca de los errores y al insensibilidad de una clase dirigente que creó todas las condiciones para que la solución populista fuera aceptada a libro cerrado por una mayoría de venezolanos.
En efecto, Chávez era hijo de la incompetencia y la corrupción del régimen político que durante más de tres décadas gobernó Venezuela. El populismo llega al poder cuando los demócratas fracasan o no son capaces de entender los nuevos tiempos. Con Chávez llegó el populismo, llegó un caudillo, pero también llegaron los militares. El régimen es al mismo tiempo plebiscitario y castrense. Y además dispone de una gran billetera. A la adhesión popular Chávez la ganó con carisma, pero mejorando la distribución de la renta petrolera. Los planes sociales son desprolijos, manipuladores, demagógicos, pero le han resuelto las necesidades a mucha gente.
Chávez cometió errores, toleró la corrupción, practicó un creciente autoritarismo, pero en términos prácticos la pobreza y la miseria se redujeron. Hasta allí llegan las pretensiones del populismo, pero la modestia de sus objetivos históricos no le ha impedido fundar regímenes fuertes. A Chávez siempre le gustó presentarse como revolucionario, pero a decir verdad las únicas transformaciones reales que promovió estuvieron relacionadas con el fortalecimiento de su poder personal. El populismo, se sabe, más que un proyecto social o económico es un régimen de concentración de poder.
Desde el punto de vista estructural, Chávez no fue capaz de producir un solo cambio digno de tenerse en cuenta. Cuando el caudillo llegó al poder, la renta principal de Venezuela era el petróleo. Chávez se murió y el petróleo sigue siendo la fuente exclusiva de la riqueza. Populista hasta en los detalles, dominaba el arte de liderar y repartir riqueza, pero no supo o no quiso programar políticas genuinas de desarrollo.
¿Sobrevivirá el chavismo a Chávez? Habrá que verlo. En principio, desde hace casi un año en Venezuela gobierna un equipo de poder, porque de hecho Chávez estaba ausente. ¿Continuará ese sistema de poder? ¿Habrá un chavismo sin Chávez? No tengo respuesta para este interrogante, y es probable que ni siquiera los chavistas de paladar negro lo tengan. Por lo pronto, el “efecto luto” seguramente rendirá sus frutos y si se convoca a elecciones en los próximos treinta días, es casi seguro que Chávez gane su última batalla desde la tumba. ¿El último obsequio a sus colaboradores? Seguramente. De allí en más deberán arreglárselas sin él, deberán hacerse cargo de la agenda de problemas que sacuden a Venezuela y que no son pocos, y que la enfermedad de Chávez ha disimulado en los últimos meses.
¿El destino de Venezuela sólo admite el horizonte populista? Habrá que verlo. Chávez fue muy popular, pero el cincuenta por ciento de los venezolanos nunca lo votó. Sus vicios y picardías pueden heredarse, pero su carisma es intransferible, y un chavismo sin carisma es muy difícil de imaginar. En este contexto, si sus sucesores no se ponen las pilas, no es disparatado suponer una alternativa al populismo liderada por Henrique Capriles Radonski, el joven dirigente político, actual gobernador del Estado de Miranda, quien en un gesto que es al mismo tiempo un guiño a un futuro diferente y una lección a chavistas y antichavistas, solicitó respeto para la familia del muerto y para el luto de sus seguidores.