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Editorial

A la soja le falta una política de Estado

El gobierno nacional aprobó en agosto del pasado año el uso de una semilla transgénica de soja que resiste no sólo a los herbicidas, sino además a los insecticidas. Pocas cosas explican mejor las contradicciones que suelen atravesar al discurso oficial, como las medidas que aplica y el dinero que recauda el gobierno a través de las multinacionales y gracias al esfuerzo del campo argentino.

El complejo oleaginoso exportó en la década kirchnerista unos 170 mil millones de dólares. Son el producto de las inversiones encadenadas de las empresas que desarrollan semillas genéticamente modificadas, los productores que se capacitan en siembra directa e invierten en “fierros”, los profesionales que se actualizan para asesorarlos y las grandes empresas que compran las cosechas, las procesan y exportan.

Son todos esfuerzos que el kirchnerismo heredó de los 90 y que se coronaron con precios internacionales sostenidos. Los actores de esta cadena de valor no renegaron de las retenciones hasta el despropósito de la fallida Resolución 125, que intentó elevarlas por encima del 35 % para el caso de la soja y que levantó la resistencia de los productores.

La Casa Rosada no hizo más que apropiarse de buena parte de la renta del sector. No hay virtud del modelo para estos actores económicos que afrontan la inflación interna mientras se disuelve el tipo de cambio competitivo que fuera presentado como uno de los pilares fundamentales de la gestión de Néstor Kirchner, junto con el superávit fiscal que también ha desaparecido.

Queda el otro gran pilar; el superávit comercial. Sin el complejo oleaginoso, el déficit de esa balanza en la gestión de Cristina Fernández de Kirchner, en sus 5 años como presidenta, promediaría unos 8.530 millones de dólares por año. Una vez más el campo y la agroindustria son los que hacen el aporte decisivo.

El discurso oficial puede sumergir embriones en herbicida y concluir que el tóxico es peligroso, todo mientras embolsa la mayor porción de la renta en un negocio que por las medidas oficiales reparte menos y se concentra cada vez más. La gestión omite ser razonable y eficiente para controlar el uso de agrotóxicos de manera sustentable; las leyes que delimitan prácticas y territorios están vigentes y pueden perfeccionarse; pero eso no es posible si el gobierno mira para otro lado.

Sería imposible la inclusión social en la Argentina sin el aporte de la soja, de los granos en general. Y habría mucha más hambre en el mundo sin esta proteína vegetal que alimenta ganado en Europa y Oriente y genera divisas indispensables para el país.

Usar la tierra con inteligencia es el gran desafío del Estado. No hace falta descalificar -y menos aún arruinar- inútilmente al campo y a sus actores económicos, sólo para sacar más plata y obtener propaganda, todo a costa de un mejor futuro.

La diversidad productiva agropecuaria y el desarrollo de la industria pueden contar con el campo, pero necesitan la razonabilidad de las decisiones de gobierno en el marco de programas de Estado. Los números cantan una verdad; las evidencias descalifican al relato.



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