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La vuelta al mundo

Sistán Baluschitán y el terrorismo

Rogelio Alaniz

La noticia habla de un atentado terrorista perpetrado por un comando suicida y de la muerte de cincuenta personas, entre las que se destacan oficiales de la Guardia Revolucionaria de Irán, funcionarios religiosos y líderes tribales. Los hechos ocurrieron en una ignota provincia de Irán, poblada por sunnitas enfrentados a la teocracia iraní de signo chiita.

Los términos del comunicado que se atribuye el operativo son más o menos conocidos: las víctimas son infieles, los responsables son mártires; las víctimas merecen el infierno, a los responsables Alá les ha reservado las bondades del Paraíso. Palabras más palabras menos, el texto de la agrupación terrorista Jundallah no difiere de los diversos textos con los que el terrorismo integrista musulmán justifica sus crímenes.

Es como que existiera un molde donde todo puede justificarse con sólo cambiar dos o tres sustantivos propios. En el caso que nos ocupa, Jundallah es una agrupación iraní de filiación sunnita que acaba de cometer un atentado terrorista contra autoridades del gobierno teocrático de Irán. El procedimiento fue el habitual en ellos. Un comando suicida hizo detonar un cinturón con explosivos y todos los presentes volaron por el aire. Allí murieron militares, políticos y toda persona que merodeara en ese momento por los alrededores. Jundallah celebró por sus héroes y mártires y prometió solemnemente continuar la lucha contra la opresión política y religiosa de la teocracia iraní. La tentación de decir que al gobierno de Ahmadinejad le están dando a probar su propia medicina es grande, sobre todo si se tiene en cuenta que los autores del crimen invocan a Alá y santifican a sus mártires, exactamente como lo hacen ellos en el Líbano, Israel o, para no ir tan lejos, en la Argentina, donde los hijos de Alá en versión chiita dinamitaron el edifico de la Amia. Allí murieron niños, hombres y mujeres, como en Baluschitán, pero en este caso para los funcionarios de Irán el crimen estaba permitido porque era contra los judíos.

Desconozco cuáles son las diferencias entre chiitas y sunnitas. Sé en lo que coinciden, aunque esa coincidencia legitime el derecho a exterminarse entre ellos. Los chiitas son mayoría en Irán y oprimen a los sunnitas. En el Irak de Saddam Hussein los sunnitas eran mayoría y a los chiitas les estaba reservada la cárcel y la muerte. En todos los casos la fuente de legitimación era Alá o la interpretación que cada uno hiciera de la voluntad de Alá.

Durante diez años chiítas y sunnitas se dedicaron a matarse alegremente entre ellos. El número de muertos superó el millón de personas. Jamás a Estados Unidos o a Israel se le hubiera ocurrido matar a tantos musulmanes. Ellos lo hicieron y las razones que se invocaron fueron religiosas. Según relatan los cronistas, los ayatolás de Irán mandaban a los niños al frente de batalla con un arma en la mano derecha y un sonajero en la izquierda. El arma era para defenderse, el sonajero para presentarlo en las puertas del cielo porque estaba bendecido por los clérigos y era como un salvoconducto para acceder al Paraíso. Los niños murieron como moscas y el último movimiento que hacían antes de expirar era el de agitar el sonajero.

Ahora el atentado terrorista fue en Irán, en la lejana provincia de Sistán Baluschitán un pedazo del infierno que limita con Pakistán y Afganistán. Según los entendidos, la provincia es un polvorín donde el fanatismo religioso se confunde o se mimetiza con el tráfico de drogas y la venta ilegal de armas. Se trata en definitiva de un “Paraíso” musulmán instalado en una de las regiones más violentas del planeta.

Un dato merece reconocerse como singular en estos parajes. Allí todo es sagrado: las piedras, los árboles, los edificios, el agua y la comida. Todos rezan a la mañana, a la tarde y a la noche; nadie deja de elevar oraciones al cielo en nombre de una humanidad más justa. Pues bien, en esa región donde hasta los animales son sagrados, lo único que no disfruta de esa condición es la vida humana. Curiosa o tal vez previsible alienación religiosa, donde en nombre de un más allá improbable se santifican todos los crímenes.

Ahmadinejad, el mismo que financia y justifica atentados terroristas en todo el mundo hoy está indignado porque los terroristas de la etnia Baluchi hicieron volar por los aires a sus oficiales y funcionarios. La condena al terrorismo en boca de Ahmadinejad es patética. Incluso los términos que emplea. Para el hombre que se mantiene en el poder gracias a un colosal fraude electoral, para el hombre que niega el Holocausto y promete eliminar a Israel, lo sucedido merece el más severo de los castigos. “La crueldad de los criminales no tiene límites”. Dice suspirando y elevando los ojos al cielo, el mismo que justifica y financia a Hezbolá, Hamas y cuanta banda terrorista y mercenaria ande dando vuelta por el mundo; el mismo que contempló impávido cómo sus sicarios degollaban rehenes y lapidaban mujeres por el pecado de mirar a un hombre más allá de lo permitido.

Por supuesto que Ahmadinejad no se iba a privar de responsabilizar a Estados Unidos y a la CIA de la faena que costó la vida a sus oficiales. Siempre es más cómodo echarle la culpa a los yanquis que a los responsables de un operativo criminal que recurren a una metodología cuyo copyright es de limpia filiación musulmana. Más interesantes son las declaraciones de Alí Larijani, presidente del parlamento. Según este caballero, los mártires merecen las condolencias del Estado. Hay que detenerse en el empleo de la palabra “mártir” porque su uso significa un antes y un después en la discursividad chiita. En este caso, los “mártires” para Larijani son sus oficiales y funcionarios; el soldado de Alá que los ejecutó se transformó en un mercenario y un agente de Satán.

El incidente verbal merece mencionarse porque por primera vez la condición de mártir no se le reconoce a un comando suicida, sino a las víctimas de ese comando suicida. La explicación a esta flagrante contradicción es lineal, brutalmente lineal: para los iraníes los comandos suicidas que matan cumpliendo sus órdenes son mártires y los que los matan a ellos son mercenarios. Así de simple y sencillo. Lo que hasta a la fecha a nadie se le ha ocurrido cuestionar es la condición misma del comando suicida, la noción de que es santo preparar a jóvenes para que se inmolen en nombre de un dogma religioso con la promesa de disfrutar de los beneficios del Paraíso en el más allá.

Una condena moralmente justa al atentado terrorista de Baluschitán debería incluir la condena a toda la metodología terrorista, sin importar los motivos que invoque. Sólo en esas condiciones alguien dispondría de la autoridad moral necesaria. Nada de esto ocurre con los iraníes y con los integristas en general. Para ellos matar en nombre de Alá está permitido si se lo hace para favorecer a su secta y, sobre todo, a su propio y terrenal espacio de poder.

Ni a Ahmadinejad ni a sus contrincantes religiosos internos se les ocurre por el momento nada semejante. Viven en un estado salvaje y primario. Para ellos la consigna es matar o morir. No conciben ni conocen otra alternativa. Tampoco la desean. El problema es que a estas disquisiciones los salvajes las hacían con un garrote en la mano mientras que los actuales pretenden hacerla con una bomba atómica.

Sistán Baluschitán y el terrorismo

El féretro del número dos de la Guardia Revolucionaria es llevado a los hombros por simpatizantes a través de las calles de Teherán. Fue una de las 42 personas fallecidas en el atentado de Sistán Baluchistán.

Foto: EFE



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