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Región: REG-08
Región


Cuentos del fogón

Héctor Alberto Soneyro es un escritor, poeta e historiador nacido en Rosario, pero que se crió y vive en Romang. En 1977, uno de sus cuentos fue galardonado en el certamen Marta Salotti organizado por el diario El Litoral y el Rotary Club Santa Fe.


En los fogones de las estancias se suelen contar todo tipo de historias entre la peonada, en las que muchas veces se genera un duelo imaginativo para contar el relato más increíble sin que al relator se lo pueda tildar de mentiroso. Porque prácticamente, estos relatos fantasiosos, si no pueden ser desmentidos deben aceptarse con la rigurosa certeza de que pueden haber sucedido. Además, no se desmiente a un hombre mayor y acreditado sin correr el riesgo de tener que enfrentar alguna situación enojosa y a veces peligrosa.

Existe entre ese tipo de personajes una especie de esgrima verbal, y a medida que cada cual toma su turno como relator, aparecen historias a las cuales en la mayoría de los casos no se les encuentra explicación alguna, y muchas veces hacen estremecer a los más supersticiosos.

En la ocasión a que voy a hacer referencia, se dieron las características de costumbre, salvo un detalle que la hizo muy especial.

La mano "venía pesada", como suele decirse, pues todos los relatos rivalizaron en cuanto a lo fantástico e inverosímil.

Don Amalio escuchó a todos y el turno final le correspondía a él. Todos estaban pendientes de lo que saldría de sus labios, obra de su imaginación fecunda que nunca defraudaba a los oyentes.

Semblanteó a la rueda atenta y ansiosa y comenzó: "-Yo no niego ni negaré cosas tan increíbles, pero lo que me pasó una vez es para ponerle los pelos de punta al más guapo.

Hace mucho que aprendí a controlar mis deseos, especialmente si me enojo con alguna persona, pues parece que los malos deseos hacia otros pueden tener fuerza como para causar daños que uno no creería.

En cierta oportunidad estuve internado en el Hospital Español a causa de una quebradura. La mayor parte de la gente era muy buena, pero había un enfermero "gallego" más malo que la peste. Tan mal me trataba que un día discutimos muy "fiero" hasta el punto de que lo "maldecí". Cuando iba a salir de la sala al finalizar su turno le dije: -íojalá que cuando salgas del Hospital te agarre un terremoto y te mate!

Seguro que no lo van a creer, pero cuando salió lo agarró un terremoto y lo mató. íMiren lo que puede hacer la fuerza del deseo!

Todos lo miraban con los ojos muy abiertos, como esperando para completar el cuadro. Don Amalio miró a todos con sus ojos claros y mansos, y con la misma pachorra con que había desarrollado el relato del episodio, le dio el toque final, que implicaba un juicio valorativo de la verosimilitud de los dichos anteriores.

Con voz suave y pausada, pero firme, remató: "-Entonces yo, torturado por los remordimientos, agarré mi revolver, me pegué un tiro en la cabeza y me maté".

El despertar


El mes de mayo vino este año más frío que otras veces. Juancito se levantó muy temprano; un poco por la costumbre de despertarse sin la ayuda de un reloj despertador y un mucho por el apuro de prender el fuego que calentara el ambiente del rancho.

Realizó la rutina de todas las mañanas, se vistió con sus pobres ropas y se calzó las gastadas zapatillas.

Nunca nada le había hecho pensar que su vida fuera diferente de las del resto de sus compañeritos. Cuando jugaban a la pelota en el patio de la escuela incluso él era muy superior a la mayoría de ellos.

Bebió un jarro de mate cocido negro, pues la leche llegaba pocas veces a su casa.

Se calentó las manos pasándolas sobre las llamas de la leña, y cuando consideró que era tiempo, recogió los útiles escolares y partió para la escuela.

La escarcha saltaba de la gramilla al ritmo de sus pasos. Los nudillos de la mano que llevaba los libros se enrojecieron por efecto del frío.

Cuando llegó a la escuela, por primera vez prestó atención a que muchos de sus compañeritos parecían no padecer el frío en la medida en que a él le afectaba. Comparó sus ropas con la de todos ellos y observó una marcada diferencia.

ƒl no tenía guantes, ni bufanda, ni tampoco abrigo alguno sobre su guardapolvo modesto. Además, usaba sus viejas zapatillas en vez de zapatos.

Nunca antes se había fijado en esos detalles, que hoy le parecían enormes. O tal vez simplemente no le habían importado.

No podía entender qué tenía de especial ese día, en el cual todo se le presentaba diferente.

Cosas que antes parecían no existir, ahora comenzaban a preocuparle y sin que se diera cuenta le generaban pensamientos negativos.

Le parecía que todas sus compañeritas lo miraban; y por primera vez se veía a sí mismo como un animal al cual le estuvieran poniendo precio.

Sentía sobre la piel la sensación de que le estuvieran comparando con los otros chicos, y el resultado de esa comparación le era desagradable.

El corazón comenzó a latirle aceleradamente, como si estuviera asustado. Sentía deseos de echar a correr.

Era lamentable que nadie pudiera explicarle lo que sucedía en su organismo a causa de su propia naturaleza.

Juancito indudablemente con muchos interrogantes que nadie parecía tener interés en contestarle, y a la vez, él mismo comenzaba a ser un interrogante para la sociedad con la cual tendría que convivir.





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